La dignidad universal del hombre es más teórica que práctica. Digamos que todos somos iguales en forma abstracta. Sin embargo, en lo específico, como un individuo definido, la sociedad nos asigna un valor determinado dentro de una escala de valor. Al parecer, hay personas más importantes que otras. La consideración, por ejemplo, dada a la celebridad de Hollywood o a un famoso futbolista, obviamente, no es la misma que la dada a los indigentes de la plaza. Eso sucede, porque, normalmente, deseamos la compañía de lo valioso y evadimos lo deplorable. Se podría decir que adquirimos valor por asociación. Y el valor no es otra cosa que una convención. Es un acuerdo que se forma por consenso.
Toda sociedad humana cuenta con una interpretación de sí. Nuestro mundo es, en realidad, una ficción. La cosa en sí no es ficticia. La cosa en sí es real. O, por lo menos, eso es lo que se podría suponer. Lo que ocurre es que el ser humano tiene la costumbre de igualar la cosa con su presentación. O sea, la cosa con la idea de la cosa. Entonces, nos vemos en el espejo y pensamos (equivocadamente) que la persona en el espejo somos nosotros. Igualamos lo desigual.
Pensamos en el concepto de éxito. "Éxito" nos sugiere un logro. Algo así como triunfo en la vida. Básicamente, se trata de una abstracción. Sin embargo, el éxito también es un lugar, una persona, un objeto, una forma, un sonido, una estética o una acción. Por lo general, la parte representa el todo. La cosa representa la abstracción. Entonces, leemos el mundo usando un lenguaje de símbolos y dejamos que la imaginación complete la historia. Matamos a la mosca. Fotografiamos a la mariposa. Consentimos al gato. Comemos al cerdo. Nos da asco la cucaracha. Pero la langosta es un lujo.
La identidad es asociación. Y “valor” son las asociaciones del sujeto con las representaciones de valor escogidas por su grupo. La moral es estática. Y la estética es un fenómeno social. Eso significa que lo ordinario gana por mayoría. El éxito, en muchos casos, es señal de adaptación. Entonces, en una familia patológica, el hijo más patológico es el hijo preferido. Porque el grupo siempre premia a sus miembros más representativos. El padre idiota nunca pierde la ilusión de pasarle su idiotez a su descendencia
En la casa de los locos, el cuerdo suele ser el patito feo. El individuo que contradice a su entorno normalmente es rechazado por desafiar el valor predominante dentro del colectivo. Ahora bien, lo que debe ocuparnos no son los pasos que debemos tomar para alcanzar el éxito. Lo que debemos reexaminar es el tipo de valor que estamos validando.
El éxito es conquistar la cima de una montaña. Pero no todas las montañas merecen nuestros esfuerzos. De hecho, hay lugares que es mejor mantenerlos en la distancia. Hay caminos que se deben tomar de bajada. Y no todo club es digno de nuestra admiración. La decadencia es la utopía de los inconformes. La inadaptación del inusual nos indica, como frecuencia, la presencia de un tipo especial de sensibilidad incomprendida.
Si la nobleza es debilidad, la bondad es perdida, la hipocresía es triunfo, la obediencia es deber, la libertad es rebeldía, la vanidad es orgullo, el esnobismo es cultura, la verdad es mentira, la soberbia es sabiduría y la belleza es dinero, es momento de que el patito feo vaya a buscar a su verdadera familia. La decadencia no siempre es fracaso. El refinanciamiento y la sofisticación son un fracaso para los brutos. Porque el valor define al grupo. Y distintos valores crean seres muy distintos. Por ende, los polos se rechazan por diferencia de caracteres.
El pertenecer, muchas veces, es una prisión. De hecho, el paraíso de uno puede llegar a ser el infierno del otro. En los caminos de la autenticidad, hay mucha soledad. Pero es una soledad repleta de mucha compañía. Porque esta marginalidad tranquila nos permite ser creadores de nuestro propio universo. Lo que, para muchos, podría parecer una decadencia en la superficie, para el subjetivo emancipado es el triunfo del individuo sobre las montañas de su alma.