El alma siempre anhela contacto. Esto es verdad tanto para el solitario como para el acompañado. No hay escape. Estamos condenados al encuentro. El ser requiere de lo otro. Habitamos en un contexto. Somos un yo envuelto en una circunstancia. La soledad absoluta es un imposible. Para bien o para mal, la compañía define nuestra existencia. ¿Quiénes son nuestros compañeros?
En Don Quijote y Sancho Panza, tenemos un modelo muy bonito de amistad. Se trata de una pareja sumamente muy dispareja. Sin embargo, el respeto que se tienen es admirable. Conversan, discuten y pelean. Pero siempre se reconcilian. ¿Por qué? Porque las diferencias no impiden el afecto, la lealtad y la cortesía. Los amigos se escuchan mutuamente. Lo que es extraordinario. Los dos amigos son muy buenos oídos. Ambos aprenden escuchándose. Y ambos son mejores después de escuchar al otro. Escuchar los cambia.
¿Quién nos escucha? Me refiero al escuchar con atención y expectativa. Muchos nos ven. Muchos nos catalogan. Muchos nos necesitan. Muchos nos usan para pasar un rato. Pero el gesto de escuchar desencadena una relación mucho más profunda. Si los oyentes son sinceros, comprensivos, tolerantes y generosos, esa unión nos transforma.
Mostramos una cara y ocultamos las otras para que los demás nos acepten. Pero eso es estar solo en compañía. Cuando alguien nos descubre un defecto y nos ve con unos ojos sin amor, la primera reacción es el rechazo. En el mejor de los casos, la persona, en vez de rechazo, justificándose en un falso sentido de bondad, buscará corregir nuestras maneras. Unos ojos llenos de amor, por el contrario, reducen nuestros defectos a graciosas muestras de humanidad del mismo modo que las insensateces de Don Quijote nos hacen reír. Cuando hay cariño, en lugar de un sermón, recibimos un abrazo. Cuando hay afecto, en vez de una huida, nos regalan un oído.
La soledad física no es sinónimo de soledad existencial. De hecho, hay soledades repletas de compañías. O sea, no todas las soledades son tristes y desoladas. Uno puede irse de aventuras sin un Sancho Panza, pero se requiere de mucha imaginación. Entiéndase imaginación como la costumbre de darle más peso a nuestros pensamientos que a los pensamientos de los demás. Este es el triunfo de nuestra subjetividad.
¿Cómo vivir sin un Sancho Panza? En primer lugar, hay que aprender a encontrar placer en cosas inanimadas. Me refiero a encontrar placer en un libro, en una montaña, en un paisaje, en una película, en una canción o en una comida. En otras palabras, me refiero al placer de la contemplación: El arte, la naturaleza, la reflexión…
En segundo lugar, es necesario tener la capacidad de hablar con uno mismo al estilo de un loco de plaza. Y eso debe incluir el curioso hábito de la autoalabanza. O sea, como en el caso de Don Quijote, las glorias deben darse por autoglorificación. Y, como en el caso de Hamlet, a Sancho Panza hay que sustituirlo con un monólogo interior. La soledad, entonces, debe interpretarse como un paraíso de tranquilidad y libertad que llega al héroe como un premio por su gran corazón. En este esquema, el infierno no es la soledad, sino la compañía de los incomprensivos que no escuchan. No todos son tan buenos amigos como Sancho Panza. Entonces, debemos convertirnos en nuestro propio Sancho.
Muchos no quieren nuestra compañía, porque nos consideran indeseables. La sociedad gregaria es selectiva y jerárquica. Lo que convierte al hombre solitario en el más indeseable de todos. Sin embargo, esto es, indudablemente, una exageración. No toda soledad es el resultado de un rechazo colectivo. En muchos casos, la soledad se escoge por placer o conveniencia. Si la compañía no satisface, no hay compañía más dulce que la soledad. Podemos ser Don Quijote y Sancho Panza al mismo tiempo.
Ahora bien, no hay que vivir mucho para saber que el carácter subjetivo de la vida es lo que le da su color a la realidad. Por encima de todo, somos individuos que piensan. Nuestros auténticos compañeros son nuestros propios pensamientos.
Gustavo Godoy