Pasan los años y la adolescencia no acaba. Sí, me estoy volviendo viejo. Por fuera. Pero, por dentro, me siento chico. A pesar de los años, mi alma siempre tiene la misma edad. Soy un chico grande viviendo en un bucle eterno de juventud perpetua. Sueño con una vida adulta. Pero, para bien o para mal, no logro superar mi inmadurez. No me quiero casar. No quiero tener hijos. No quiero trabajar. Bueno, sí me gusta trabajar. Lo que ocurre es que disfruto mi trabajo. De lo contrario, tampoco habría querido trabajar. En una oportunidad, se me ocurrió adoptar una planta. Una bromelia con una flor rosa. Pese a un breve periodo de intensa dedicación, la bromelia murió de olvido. Correcto. Sufro de narcisismo. Al parecer, todo existe para darme placer. ¿Puede semejante ser tener una vida normal y civilizada? ¿Puede un ser tan primitivo e infantiloide criar otro ser humano con cierto nivel de decencia? No, no lo creo.
Me temo que soy una de esas personas que aún sueña con ser astronauta. Por alguna extraña razón, cambiar pañales a las tres de la mañana no es mi idea de la felicidad. Si algo complica mi vida, lo elimino. “Un hombre que me represente”. “Guapo”. “Financieramente estable”. “Educado”. “Caballero”. “Con aspiraciones”. “Trabajador”. “De buena familia”. “Alguien que me valore”. “Esta urbanización tiene un lindo parque para los niños”. “Me encanta Miami en Navidad”. Por supuesto. Me refiero a la lista. Una lista que convierte una salida del viernes por la noche en una entrevista de trabajo. La gran pregunta: ¿Me interesa el trabajo? Debo reconocer que, por mucho que hago cálculos, los números simplemente no me cuadran. Se trata de un puesto repleto de responsabilidades y obligaciones. Y, francamente, no sé si los beneficios compensan la carga. En otras palabras, la vida familiar es terriblemente costosa (dinero, tiempo, energía). ¿Me conviene el negocio? Todavía lo estoy pensando.
¿Cómo se llama mi enfermedad? Miedo al compromiso. Fracaso sentimental. Irresponsabilidad crónica. Invisibilidad para las féminas. Incapacidad de quemar etapas. Superarla, por favor. Evasión del curso natural de las cosas. Síndrome de Peter Pan. No lo sé. Seguramente, todo lo anterior, en una combinación bastante peculiar. Piénsalo y, seguro, lo tengo. Lo que tenemos en nuestras manos es ciertamente una situación bastante atípica: El niño grande que se rehúsa a crecer. No sé la ética, la sensatez o biología del asunto. Pero, sin lugar a dudas, estamos hablando de una verdadera experiencia humana. Soy un adicto a mi vida.
El problema es que la adultez es una excelente época para tener una infancia. El niño no es independiente. Todo es prohibición y limitación. Tenemos tutores en todo momento. De hecho, la infancia no es tan ideal como pensamos. Los niños saben esto. ¿Cuál es el deseo de un niño? Crecer. No es secreto. El deseo de un niño es ser un adulto. ¿Por qué? Por la libertad. Los adultos pueden hacer y deshacer a placer.
Se supone que todos debemos cumplir con un libreto. Muchos son brillantes con el papel. Mis respetos y mi admiración para estas excepcionales personas. Otros, sin embargo, somos un auténtico desastre en eso de la normalidad. Somos de lo peor con lo convencional. No hay nada heroico o particularmente noble con nuestra incapacidad de adaptación. Es, simplemente, eso: Incapacidad de adaptación. El mundo y sus maneras. No es nada fácil la vida social. Siento que la única solución feliz en este meollo es la aceptación total de nuestra condición singular.
Vivir la vida con los ojos de un niño. ¿Qué significa? El disfrute de las cosas simples. Una búsqueda constante por la gran experiencia. La tranquila sencillez de una vida sin ataduras. No es una vida para todos, pero es la vida de algunos. No es una vida perfecta. Pero es una vida. No siempre es cálida. Y, a veces, la soledad es demasiada. Pero debo confesar que sí tiene su encanto eso de ser un arrogante niño grande. El adolescente carece de muchas cosas. No obstante, es rico en sueños y esperanzas.
Gustavo Godoy