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¡La forma y
el dios Apolo! Una ilusión de orden en el incesante fluir de la vida. Así nos
lo presenta el joven y perspicaz Nietzsche en su Nacimiento de la Tragedia,
desvelando la dualidad que reside en el corazón de toda belleza: la lucha
constante entre el orden apolíneo y el embriagador caos dionisíaco. De esta
confrontación, de esta tensión entre la forma impuesta y el caos desbordante,
brota aquello que nuestros ojos perciben como hermoso.
Más
adelante, Nietzsche nos habla luego de la voluntad de poder, ese anhelo
profundo que late en cada ser vivo. Es el impulso vital mismo, la sed de
crecer, de florecer, de dejar una huella única en el mundo. Y esta fuerza, esta
energía primordial, se manifiesta cuando el individuo, como un diligente
jardinero, toma el terreno baldío de su existencia y lo transforma, imponiendo
su propio orden, sus propios valores. El destino heroico es un vida activa y
creadora.
¿Qué es la
vida sino esta metamorfosis perpetua? La vida es movimiento, es cambio, es la
constante creación y destrucción de formas. Y en esa danza incesante, en esa
tensión vital entre el caos y el orden que cada individuo se esfuerza por
imponer, reside su verdadera belleza y su significado profundo. Un hombre es lo
que hace con la vida que le fue dada.
La vida se
despliega en el campo de la acción. Y toda acción, como una flecha lanzada,
busca un objetivo y, en su camino, encuentra resistencia. La misión del hombre,
entonces, reside en elegir un objetivo noble, un ideal que eleve su espíritu, y
luchar con valentía, empleando la estrategia más acertada para alcanzarlo. Pues
lo que anhela el alma humana es la grandeza, esa cualidad que trasciende lo
ordinario. Cada decisión lo define. Y cuenta su historia.
De esta
manera, la forma en que cada detalle de nuestra existencia se manifiesta, la
manera en que abordamos cada desafío, expresa lo que verdaderamente somos. El
porqué y el cómo de nuestras acciones revelan la fibra de nuestro ser.
¿Evadimos la lucha, huimos ante la dificultad, nos escondemos de la
responsabilidad, nos victimizamos ante el destino? ¿O, por el contrario,
reunimos nuestras fuerzas interiores y, con determinación, vencemos los
obstáculos a nuestro modo, imprimiendo nuestro sello personal en la contienda?
Es el orden
que imponemos al caos de la existencia, la estructura que levantamos con
nuestros actos, la manera única en que moldeamos nuestra realidad, lo que crea
una forma estética, una expresión visible de nuestra alma en el mundo.
Ahora bien,
contemplemos la existencia no como una estatua marmórea, bella pero inmóvil
bajo la luz de Apolo, sino como un jardín secreto, donde la voluntad
individual, cuál jardinero artista, labra la tierra salvaje del devenir. En
cada surco abierto por la acción, en cada flor singular que emerge de la lucha
contra la maleza del caos, se revela la forma única de un alma. Y la belleza
que contemplamos no es la de una figura petrificada, sino la del jardín en
constante transformación, donde el orden y el caos danzan en un equilibrio
precario y elocuente. En otras palabras, la vida se nos presenta como una obra
de arte.
Gustavo Godoy
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