Caminaba
por el bosque de pinos, un lugar de quietud y reflexión. El suelo, mullido de
agujas de pino, amortiguaba mis pasos, y el aire, fresco y limpio, llenaba mis
pulmones. De pronto, entre la monotonía del verde, un espectáculo de color rojo
intenso irrumpió en mi vista. Un pequeño bosque de flores silvestres, hermosas, pero peligrosas, me advirtió del engaño y los problemas que acechan en la vida.
Sin embargo, mis ojos se vieron atraídos por algo más tenue, una mariposa
morada que luchaba por alzar el vuelo.
Con
delicadeza, la tomé entre mis manos, sintiendo su fragilidad. La llevé a un
claro, donde el sol la bañaba con su luz. Con un suspiro, la mariposa desplegó
sus alas y se elevó en el aire, desapareciendo entre las ramas de los árboles.
Quedé solo, contemplando su vuelo, recordando el breve instante en que nuestras
vidas se cruzaron.
Así como la
mariposa, el amor puede ser hermoso y fugaz. A veces, la vida nos regala
momentos dulces, como esas brisas frescas que acarician nuestra piel y se
alejan suavemente. Pero el amor también es un jardín de limoneros y espinas. Las
circunstancias, los miedos y las diferencias pueden interponerse en nuestro
camino, y lo que parecía un futuro prometedor puede desvanecerse en el presente
ocupado.
En una
época, creí en un amor eterno, en una conexión que trascendiera cualquier
obstáculo. Ya no. La vida me enseñó que el amor, como las estaciones, tiene sus
ciclos. Hay momentos de gran intensidad, de pasión y entrega, pero también hay
momentos de indiferencia, desaires y desapego. A veces, unos pocos meses de
distracción pueden deshacer años de construcción.
La mariposa
morada, con su vuelo libre, me susurró que el amor, como un soplo de viento, no
puede ser aprisionado. Todo cambia. Nada es eterno. Y hay que aceptarlo. Por más
que deseemos que alguien se quede a nuestro lado, debemos aceptar que cada
quien tiene su propio camino. Y aunque el final de un amor pueda ser doloroso,
también puede ser una oportunidad para crecer y aprender.
Quedé solo
en el bosque, con el recuerdo de la mariposa en mi corazón. Aprendí que un
idilio sin raíces profundas es como una flor que se marchita al primer rayo de
sol. Y que, a veces, lo más hermoso que podemos hacer es dejar ir a aquellos a
quienes amamos, permitiéndoles encontrar su propia felicidad sin nosotros. Por
otro lado, nosotros estaremos bien. Al fin y al cabo, no es la única mariposa
que se nos cruza. Seguro que habrá más.
Gustavo Godoy
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