El anhelo de ser más, de expandir nuestras fronteras internas y externas, palpita como un latido vital. Crecer en fuerza, en entendimiento, en la vastedad de nuestras capacidades y alcances se presenta no como un lujo, sino como una necesidad primordial inscrita en lo más hondo de nuestro ser. Sin embargo, en esta ascensión inevitablemente tropezamos con resistencias, murallas invisibles erigidas tanto por el mundo que nos rodea como por los laberintos de nuestra propia psique.
El adversario silencioso de este impulso de crecimiento es la inercia, esa fuerza viscosa que nos retiene en la comodidad de lo conocido. Crecer implica aventurarse en territorios inexplorados, un acto intrínsecamente riesgoso y costoso. Nos confronta con la incertidumbre, nos arroja a un mar de desafíos donde las corrientes son impredecibles. ¡Cuán seductor resulta, entonces, el refugio de la familiaridad! En ese remanso apacible, el camino de la mediocridad se despliega alfombrado de confort. Sin la exigencia del esfuerzo, sin el aguijón del dolor, sin la ofrenda del sacrificio, el espíritu se abandona a un plácido adormecimiento.
Aquellas almas que se aferran a un sentido inamovible de derecho, aquellas que se dejan arrastrar por la marea de sus emociones sin filtro, aquellas que ceden a la pereza como a un suave letargo, inevitablemente se estancan. Sus instintos y sentimientos, aunque poderosos, rara vez señalan el sendero del crecimiento. Porque lo que la inmediatez de las emociones dicta y lo que la costumbre arraigada proclama como "normal" rara vez coincide con el impulso de superación.
Ante cualquier señal de cambio, ante la punzada del estrés, la mente y el cuerpo, en una danza ancestral por mantener el equilibrio, activan una resistencia homeostática. En esa búsqueda constante de ahorro energético, emerge una sutil pero poderosa oposición a cualquier "nueva normalidad". Con astucia, nuestro ser maquina excusas para perpetuar el statu quo, para aferrarse a la imagen cómoda de quienes somos, evitando así la ardua tarea del progreso. Nos justificamos con una visión romántica, susurrándonos al oído que la única brújula válida es aquello que "se siente bien". Este es el canto de guerra de la mediocridad: la aceptación incondicional de lo que somos en este instante.
Pero en esta complacencia no hay germen de crecimiento. Para elevarnos, para expandirnos, es preciso aspirar a ser aquello que aún no somos, anhelar una versión más grande, más completa de nosotros mismos. El cambio es un sendero empedrado de dificultad, pero no por ello inalcanzable. Y para recorrerlo con éxito, debemos vencer tanto los enemigos externos como aquellos que anidan en nuestro interior. La primera victoria reside en la sabiduría de aceptar que el crecimiento es una necesidad intrínseca, y que, como todo lo valioso, conlleva un costo. Un costo que a menudo se siente áspero, incluso doloroso. A partir de esta aceptación, el camino se ilumina con la claridad del objetivo, se allana con pequeños pasos constantes, y se nutre de la paciencia que permite la adaptación.
Vivimos en un mundo que nos vende la falacia de una aceptación incondicional, envuelta en el celofán de un supuesto "amor propio". Ese es el camino fácil, la promesa ilusoria de ser bellos, fuertes, saludables, buenos y competentes por decreto, sin el sudor de la labor, sin la disciplina del esfuerzo. Basta con proclamarlo, y ya. Esa es la victoria insidiosa de la inercia, que sigilosamente se ha apoderado del mundo, susurrándonos al oído la dulce mentira de la suficiencia estática.
La lucha entre crecer y la inercia define nuestra existencia. El anhelo de ser más choca con la cómoda resistencia interna. Superar esa inercia, aunque doloroso, es la senda hacia la plenitud. No sucumbamos a la falsa promesa de una aceptación estática; la verdadera grandeza reside en la aspiración constante. Hay que alimentar una ambición saludable y una disposición a superar la inercia en la búsqueda de un desarrollo personal continuo. La gran aventura de crecer.
Gustavo Godoy
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