En el vasto universo del pensamiento filosófico y político, pocas voces resuenan con la perspicacia y la cautela de Edmund Burke. Este pensador angloirlandés nos legó una profunda reflexión sobre por qué las utopías, esos ideales de sociedades perfectas, están condenadas al fracaso. Para Burke, el anhelo de perfección en la Tierra, lejos de construir un paraíso, a menudo pavimenta el camino hacia el caos y la tiranía.
Burke sostenía que las utopías tropiezan porque ignoran la intrincada complejidad de la sociedad y la naturaleza humana. Los utópicos, cegados por un ideal abstracto, prefieren imponer sus visiones teóricas en lugar de respetar la evolución orgánica de las instituciones y la sabiduría acumulada a través de la tradición. Veía con gran recelo cualquier intento radical de desmantelar el orden social existente para reconstruirlo desde cero.
Un claro ejemplo de esta peligrosa ambición fue la Revolución Francesa, un evento que Burke criticó vehementemente. Los revolucionarios, impulsados por la "razón pura" y la búsqueda de una sociedad perfecta basada en la igualdad y la libertad absolutas, demolieron estructuras sociales, tradiciones y jerarquías que habían evolucionado durante siglos. Para Burke, estas instituciones, con todas sus imperfecciones, representaban una sabiduría heredada, un andamiaje que no podía ser derribado sin consecuencias catastróficas. La monarquía, la nobleza y la Iglesia, más allá de sus defectos, habían provisto estabilidad y un marco social durante generaciones. Su abolición indiscriminada no fue un acto de liberación, sino una invitación a la anarquía.
Se podría decir que el fracaso de los proyectos utópicos se cimienta en una tríada fatal: la ignorancia, la ingenuidad y la arrogancia.
Los utópicos suelen operar bajo la ignorancia de la verdadera complejidad social. Asumen que la sociedad es una suerte de máquina que puede ser desmantelada y reensamblada a voluntad, guiándose únicamente por principios racionales. Burke, en contraste, concebía la sociedad como un organismo vivo, con raíces profundas en la historia, la costumbre y la tradición. No comprenden que las instituciones, leyes y costumbres existentes no surgieron de la nada; son el resultado de siglos de adaptación, errores y aciertos. Contienen una "experiencia destilada", una sabiduría colectiva que no puede ser replicada ni mejorada con un diseño puramente racional. Al ignorar esta evolución orgánica, los utópicos desprecian lo que no entienden, creyendo que todo lo antiguo es inherentemente defectuoso. Además, subestiman la interconexión sistémica: un cambio, aparentemente pequeño en un área, puede desencadenar efectos dominó impredecibles y devastadores en todo el tejido social.
La ingenuidad es otro pilar fundamental en la caída utópica. Los críticos del orden establecido a menudo tienen una visión excesivamente optimista y simplista de la naturaleza humana. Creen que, una vez eliminadas las estructuras "opresivas", los individuos se comportarán de manera racional, virtuosa y altruista. Burke, por su parte, era un realista implacable sobre las imperfecciones humanas: la envidia, el egoísmo, la ambición y la irracionalidad son fuerzas potentes que no desaparecen solo con un cambio de gobierno o de leyes. Al desmantelar las tradiciones y autoridades, los utópicos eliminan ingenuamente los mecanismos de contención social –como la religión, la moralidad heredada o las jerarquías naturales– que, aunque imperfectos, canalizan y moderan los impulsos más oscuros de la humanidad. El resultado no es la libertad absoluta, sino el desorden y, finalmente, la tiranía que surge del caos.
Quizás el factor más peligroso de todos sea la arrogancia intelectual. Los utópicos se posicionan como los únicos poseedores de la verdad y la solución a los problemas del mundo, despreciando la opinión y la experiencia ajena. Su actitud de "esto está mal, hay que cambiarlo" los lleva a creer que tienen el derecho y la capacidad de rediseñar la sociedad desde cero, sin ver la necesidad de reformas graduales o de respetar la sabiduría del pasado. Su impaciencia y su convicción de poseer la "razón pura" los ciegan ante los peligros de la experimentación social a gran escala. Esta arrogancia les impide anticipar y reconocer las consecuencias no deseadas de sus acciones. Cuando un cambio radical no produce la utopía prometida, sino una distopía, los utópicos a menudo redoblan sus esfuerzos, atribuyendo el fracaso a una implementación insuficiente de sus ideas o a la resistencia de "enemigos". Esto puede escalar rápidamente a la represión y la violencia, como se vio trágicamente en el Reino del Terror durante la Revolución Francesa. Paradójicamente, la búsqueda de una utopía perfecta, basada en una visión limitada y arrogante, a menudo culmina en una distopía autoritaria donde la libertad y la diversidad son sacrificadas en el altar de un ideal inalcanzable.
Para Burke, la sociedad no es un mero contrato utilitario que puede ser roto a voluntad, sino un contrato perpetuo que vincula a los muertos, los vivos y los aún no nacidos. Es una herencia preciosa que debe ser conservada y mejorada con prudencia y respeto, no demolida en nombre de fantasías abstractas. El verdadero camino hacia una sociedad mejor, según Burke, radica en la reforma gradual, el respeto por la herencia histórica y una comprensión humilde de la complejidad de la naturaleza humana, en lugar de caer en la trampa de las revoluciones radicales.
Ahora bien, el futuro lo soporta todo: es una pizarra en blanco que permite prometer un mundo perfecto con una facilidad desconcertante. Las utopías, en su concepción más pura, son impecables en la imaginación, seductoramente sencillas en la discusión de café o en el foro de redes sociales, donde "ingenieros sociales" juegan a ser dioses con la vida de millones.
Hoy, ecos de esta mentalidad utópica resuenan en ciertos segmentos de la izquierda "woke", que a menudo exhiben una profunda desconfianza hacia las instituciones tradicionales y una ferviente convicción en la necesidad de desmantelar estructuras percibidas como injustas u opresivas. Al igual que los jacobinos franceses, algunos impulsan cambios radicales en la cultura, el lenguaje y las normas sociales, a veces con una impaciencia que no siempre considera las complejidades inherentes a la condición humana o las consecuencias imprevistas de erradicar de golpe sistemas arraigados.
La búsqueda de una "justicia perfecta" o una "equidad total" puede, según la lógica burkeana, ignorar la sabiduría acumulada de la tradición y la fragilidad de un orden social que, aunque imperfecto, proporciona estabilidad.
Pero, como nos advierte Edmund Burke, la realidad es mucho menos maleable. Una vez que el utópico abandona el reino de las ideas y comienza a construir su paraíso terrenal, la verdad irrefutable se impone: las utopías son un desastre en la práctica. Aquello que se concibe como un paraíso, termina ineludiblemente convirtiéndose en un infierno.
La razón es clara: la sociedad y la naturaleza humana son entidades complejas, orgánicas, llenas de matices y contradicciones, que se resisten a ser encajadas en esquemas teóricos rígidos. La ignorancia de esta complejidad, la ingenuidad sobre las imperfecciones inherentes al ser humano y la arrogancia intelectual de creerse poseedor de la verdad absoluta, son la tríada que transforma el sueño en pesadilla.
La historia nos enseña que el camino hacia la perfección, pavimentado con estas intenciones, a menudo conduce al totalitarismo y a la opresión, sacrificando la libertad en el altar de un ideal inalcanzable.
Gustavo Godoy
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