miércoles, 16 de julio de 2025

El mito de la meritocracia y la necesidad de la excelencia


 

La meritocracia: un sistema donde el talento y el esfuerzo individual son los únicos árbitros del éxito. Bueno, un vistazo honesto a la realidad nos obliga a reconocer que la meritocracia, en su forma pura e idealizada, es un mito.

El éxito obviamente no es simplemente el resultado de una fórmula matemática de inteligencia más esfuerzo. Factores como el origen socioeconómico, el acceso a una educación de calidad, las redes de contactos, los intereses, las preferencias e incluso la suerte y las circunstancias aleatorias juegan un papel descomunal, a menudo eclipsando el mérito individual. Nacer en una familia con recursos, tener acceso a las mejores escuelas o simplemente estar en el lugar y momento adecuados puede abrir puertas que el talento bruto por sí solo no podría. 

Las desigualdades de oportunidades, por lo tanto, no son una anomalía fácilmente corregible, sino una característica común, y en muchos sentidos, natural, de la complejidad de la existencia humana y las dinámicas sociales. No es una afirmación de que sean "justas", sino un reconocimiento de su omnipresencia y de la dificultad, si no imposibilidad, de erradicarlas por completo a través de la ingeniería social.

Si aceptamos este realismo con estoicismo, ¿significa que debemos abandonar toda aspiración a la excelencia o la justicia? Absolutamente no. En lugar de perseguir una quimera, debemos adoptar una meritocracia pragmática y funcional. Este modelo no se obsesiona con "nivelar el campo de juego" en todos los aspectos, una tarea titánica y posiblemente contraproducente, sino que se concentra en maximizar la competencia y la eficacia demostrada en roles cruciales. Es decir, desarrollamos nuestra capacidad, enfocándonos en los resultados de la mejor manera posible con los recursos que tenemos.

Pensemos en situaciones donde los resultados importan vitalmente. Si necesitamos un cirujano para una operación compleja, nuestra prioridad es que sea el mejor, el más hábil y experimentado, aquel con un historial de éxitos probados. No nos detendremos a investigar si su ascenso a la élite de la medicina se debió a becas, conexiones familiares o un golpe de suerte que le abrió una puerta crucial en su formación. Nos importa su capacidad para curar, su rendimiento final. Del mismo modo, en la ingeniería, la investigación científica o la dirección de empresas, el imperativo es colocar a las personas que demuestren la mayor capacidad para obtener los resultados deseados. Este enfoque se basa en la utilidad y la funcionalidad, reconociendo que la sociedad se beneficia inmensamente cuando los roles clave son desempeñados por quienes tienen la competencia probada, independientemente de cómo hayan llegado a adquirirla. Cuando a los demás les sonríe la suerte más que a nosotros, debemos alegrarnos por ellos. El resentimiento es un estorbo que no nos permite avanzar en nuestro propio camino.

En contraste con este pragmatismo, ciertas concepciones de la equidad, se presentan como un idealismo mal concebido y contraproducente. Al buscar una "igualdad de resultados" o una compensación radical por todas las "desigualdades de oportunidad" percibidas, estas posturas corren el riesgo de subvertir la propia idea de mérito y eficacia. Cuando se prioriza la representación por encima de la competencia, o se exige una "reparación" indiscriminada basada en categorizaciones grupales, se puede caer en la paradoja de nombrar a personas menos calificadas para satisfacer cuotas o narrativas identitarias. 

Lejos de construir una sociedad más justa, esto puede conducir a la ineficiencia, al resentimiento entre aquellos que sí se esforzaron por adquirir competencias, y a una dilución de los estándares de excelencia.

 La obsesión con la "equidad" en cada micro-resultado puede socavar la capacidad de una sociedad para prosperar, al desincentivar el esfuerzo individual y la búsqueda de la maestría, en aras de una homogeneidad artificialmente impuesta.

Reconocer que la meritocracia pura es un mito no debe llevarnos a abandonar la búsqueda de la excelencia, sino a refinar nuestra visión. La clave reside en un realismo social que acepte las imperfecciones inherentes de la vida, combinado con una meritocracia pragmática que valore y promueva la competencia funcional y los resultados demostrados. Solo así podremos construir sociedades que, si bien imperfectas, sean eficientes, prósperas y, en última instancia, más justas en su capacidad de generar bienestar para todos.

Gustavo Godoy



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