La idea de pasar una larga temporada en el campo siempre le atrajo. Alberto soñaba con escapar del ajetreo de la gran ciudad para poder descansar tranquilamente entre la gente sencilla. Entonces un día se decidió. El lugar que escogió era en extremo apartado. De hecho, era un lugar tan remoto y distante como una mariposa lo es de un elefante. Su lejanía no tenía relación con el espacio físico sino con algo mucho más intangible. Quien llegaba a ese sitio en un principio no percibía nada extraño. Pero al poco tiempo descubría que en realidad estaba en un mundo fuera de este mundo. Sus leyes, sus idiomas y sus credos componían un entorno kafkiano tan enigmático como el más intrincado de los laberintos. Los forasteros pronto se daban cuenta de que se encontraban en un pueblo fantástico de esos que únicamente existen en las novelas del realismo mágico iberoamericano. Muy bien podía ser Macondo o Comala.
Ignorando lo que le esperaba, Alberto llegó al pueblo con un entusiasmo tan grande como su ingenuidad. Logró rentar una pequeña casa con una ubicación idónea. Inicialmente, todo fue idílico pero eso duró poco. Porque para el pueblerino lo foráneo significaba problemas. El pueblo era igualado al universo entero. Lo que ocurría más allá de sus fronteras importaba muy poco. En realidad, nadie sabía a ciencia cierta lo que pasaba afuera. Solamente que estaba lleno de peligros y de rarezas. Desde un primer día la noticia de la llegada de Alberto, que se difundió por todos lados en cuestión de segundos, ya estaba causando polémica. Ya existían varias teorías sobre el misterioso citadino. Muchos decían que vino a esconderse de las autoridades. Un crimen, tal vez. Otros decían que vino huyendo de sus familiares por estar lleno de vicios. Alcohol o drogas. Otros que era homosexual o que sufría de alguna crisis sentimental. Llegó solo y alguien le escuchó decir que era soltero. Otros que tenía apuros económicos. Su viejo carro tenía una ventana medio rota. Sin embargo, en lo que todos coincidían era que el exótico hombrecillo no era digno de mucha confianza. Debían vigilarlo.
En el pueblo, el difundir las intimidades de los demás con todo lujo de detalles era considerado un servicio público. Era de sumo valor conocer dónde estaba cada quien dentro del gran orden de los cosas. Se creía que la vida privada era la más importante para investigar. Sin mencionar una fuente inagotable de entretenimiento. Entonces, el deporte local era ocultar los secretos propios e indagar en los ajenos. El asunto se complicaba cuando la realidad se mezclaba con la ficción. Entonces, de la nada surgían las historias más elaboradas, las cuales todos creían vehementemente. Si alguien lo decía, era verdad. Era así de sencillo.
A los pocos días, ya Alberto estaba implicado sin saberlo en varios amoríos. Había varios jóvenes celosos que querían darle una golpiza. Algunas chicas lo culpaban de regar habladurías sobre ellas. Y ellas también lo estaban buscando para confrontarlo. Otras por el contrario querían casarse con él y afirmaban falsamente ante los demás los rumores. Incluso, algunos niños ya lo llamaban papá. Por otro lado, mucha gente estaba indignada con su conducta y casi todo de él causaba escándalo y asombro. Sus cabellos estaban muy largos. A veces, usaba sandalias. Se despertaba a las nueve o no a las cinco como todos. Para colmo, algunos días que no salía a socializar. Y así, luego de un tiempo, prácticamente medio pueblo estaba molesto con él.
Alberto, antes una persona común y anónima, en el pueblo era una gran controversia. Hastiado, agotado y confundido no le quedó otra que volver a la ciudad. En la ciudad, se podía descansar.
Gustavo Godoy
Artículo publicado en El diario El Tiempo ( Valera, Venezuela) y en varios medios alternativos en diferentes países del mundo el viernes 30 de Junio 2017 en la Columna Entre libros y montañas
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