domingo, 25 de mayo de 2025

El mito del lector sabio

 



La lectura, no cabe duda, goza de un gran prestigio. Pero, al mismo tiempo, muchas personas la consideran una actividad aburrida, que consume mucho tiempo y no es particularmente útil. De hecho, últimamente, leer se ha vuelto una obligación tediosa que algunos cumplen, mientras el resto debería cumplir, pero no lo hace. En efecto, una de las quejas más comunes es que "la gente ya no lee", como si fuera una falla moral de nuestro tiempo. Y los puritanos de la lectura no dudan en sermonear con frecuencia: "¡Hay que leer!". Esta dinámica, sin lugar a dudas, es curiosa.

Por otro lado, muchos de los que sí leen tienden a romantizar la actividad como algo mágico y todopoderoso. Nos encontramos con frases como "quien lee, conoce mil vidas", “La lectura me salvó”, o "leer es la mejor forma de viajar sin moverte de casa". En la actualidad, la lectura se ve atrapada entre dos extremos: el menosprecio indiferente, por un lado, y la idolatría extrema, por el otro.

Ahora bien, una de las principales limitaciones de la lectura es su capacidad para estimular y reforzar nuestra subjetividad. Cuando leemos, el conocimiento no se absorbe de forma pasiva ni neutra. Cada palabra, cada idea, es filtrada a través de nuestras propias experiencias, creencias, prejuicios y emociones. Este proceso, si bien es enriquecedor por su potencial para la reflexión, también nos expone al riesgo de crear una "falsa sabiduría".

Al leer la palabra 'silla', nuestra mente evoca una imagen basada en nuestras propias vivencias. No obstante, esa silla que imaginamos no es necesariamente la misma que concibió el autor. A pesar de esta diferencia, tendemos a creer, de forma consciente o no, que existe una conexión íntima y directa entre nosotros y el autor. Error.

Leyendo mucho, podemos llegar a la conclusión de que hemos adquirido un conocimiento profundo, cuando en realidad lo que hemos hecho es repletarlo con nuestros propios sesgos y limitaciones. Asumimos que lo que leemos es la verdad absoluta o la única perspectiva válida, olvidando que la interpretación es siempre un acto personal. El peligro radica en que esta "sabiduría" autoproclamada nos aísla, impidiéndonos ver otras realidades o cuestionar nuestras propias suposiciones. ¿Recordemos el Quijote?

Es fundamental recordar que la escritura es una invención humana. No es una representación inherente de la realidad, sino un sistema simbólico que creamos para representar el mundo. Como toda invención, tiene sus límites.

La escritura como canal de comunicación es por naturaleza imperfecta e incompleta. Un texto jamás podrá capturar la totalidad de una experiencia, una emoción o un concepto. Siempre habrá matices, complejidades y perspectivas que se pierden al traducir el pensamiento a la palabra escrita. Esta representación no es ni perfecta ni completa, y creer lo contrario nos lleva a una comprensión sesgada y parcial.

Si no somos conscientes, la lectura puede acarrear ciertos riesgos. Por ejemplo, si solo leemos aquello que confirma nuestras ideas preexistentes, la lectura puede convertirse en una "cámara de eco" que refuerza nuestros prejuicios en lugar de desafiarlos. Por otro lado, una inmersión excesiva en el mundo de los libros puede llevarnos a un distanciamiento de la realidad tangible y de la interacción social directa, elementos cruciales para una comprensión completa del mundo.

Otra cosa. en la era actual, la facilidad de acceso a la información puede resultar en una "digestión" superficial de los contenidos. Leemos mucho, pero comprendemos poco en profundidad.

Además, si el lector se limita a absorber lo que el autor dice sin cuestionarlo, corre el riesgo de delegar su propio pensamiento crítico, adoptando pasivamente las ideas de otros en lugar de desarrollar las suyas propias.

Es importante aclarar que la lectura no es un sustituto de la experiencia directa. Sin embargo, a pesar de sus limitaciones, tiene grandes beneficios. En primer lugar, desarrolla nuestra capacidad para la abstracción, lo que facilita el pensamiento y la reflexión. Por otro lado, enriquece el vocabulario y el lenguaje, lo que nos ayuda a pensar con más precisión y a comunicarnos de manera más articulada.

Y, por último, la lectura nos aporta capital cultural, al exponernos a muchos referentes culturales compartidos. Esto puede ampliar nuestro alcance social, ya que podemos conversar con otras personas que poseen un capital cultural similar. Claro, la lectura también es un gusto adquirido que se puede llegar a disfrutar mucho solo por sí mismo: el puro placer de leer.

El verdadero valor de la lectura no reside en alcanzar una supuesta sabiduría perfecta ni en escapar de la realidad, sino en la capacidad crítica que desarrollamos para navegar sus páginas. Al reconocer sus límites y abrazar su naturaleza subjetiva, transformamos la lectura de una obligación o una idolatría, en una herramienta poderosa para la reflexión, la empatía y un diálogo constante con el mundo, tanto el que imaginamos como el que vivimos.

 

Gustavo Godoy 

domingo, 18 de mayo de 2025

El Humanismo Vitalista





Vivimos en una época paradójica. Por un lado, la tecnología nos ofrece posibilidades de conexión y conocimiento sin precedentes. Por otro, asistimos a una suerte de inflación emocional, una exaltación constante de la subjetividad que, lejos de empoderar, a menudo nos confina en laberintos de victimismo y queja. El Romanticismo, con su innegable legado en el arte y el pensamiento, parece haber desbordado sus propios cauces, inundando la esfera pública y privada con una sensibilidad a flor de piel que, en ocasiones, paraliza la acción y difumina la responsabilidad individual.


Ante este panorama, emerge la necesidad de un nuevo enfoque, una perspectiva de filosofía práctica que rescate la centralidad del ser humano sin caer en los excesos de un sentimentalismo desbordado o en la negación de la capacidad individual para transformar la propia existencia. Es en este contexto donde propongo lo que he denominado Humanismo Vitalista.


Este humanismo se fundamenta en una afirmación enérgica de la vida y del potencial inherente a cada individuo. No se trata de una mera contemplación de nuestras capacidades, sino de un llamado a la acción, a la puesta en práctica consciente de esa fuerza vital que nos impulsa a crecer y a expandir nuestros límites. La inercia, esa fuerza viscosa que nos ata a la comodidad de lo conocido, se erige como el principal adversario a vencer. Crecer implica riesgo, esfuerzo, la valentía de aventurarse en territorios inexplorados. Sin embargo, es en esa ascensión donde reside la verdadera plenitud.


El Humanismo Vitalista reconoce la importancia de la emoción como motor de la experiencia humana, una herencia valiosa del Romanticismo. No aboga por una frialdad racionalista que niegue la riqueza de nuestro mundo interior. Sin embargo, postula la necesidad de una gestión consciente de esas emociones, una disciplina que permita canalizar su energía de manera constructiva. Aquí es donde una relectura del carácter clásico se vuelve fundamental. La prudencia, el equilibrio y el autocontrol no son meras restricciones, sino herramientas esenciales para dirigir nuestra vitalidad hacia metas significativas a largo plazo, resistiendo la tiranía de la gratificación instantánea.


La reflexión se erige como guía de esta acción vitalista. No se trata de actuar por mero impulso, sino de analizar, considerar las consecuencias y elegir el camino con sabiduría. La inmediatez de las emociones y las costumbres arraigadas no siempre señalan el sendero del crecimiento. Es necesario un ejercicio constante de la razón para discernir, para separar lo valioso de lo superfluo, lo constructivo de lo autodestructivo.


Influenciado por la visión de Friedrich Nietzsche, el Humanismo Vitalista abraza la auto-superación como un imperativo fundamental. La vida no es un estado estático que deba ser simplemente aceptado, sino un devenir constante, una metamorfosis perpetua. El anhelo de ser más, de alcanzar una versión más completa de nosotros mismos, es la fuerza que impulsa este movimiento. Las dificultades y los obstáculos no son vistos como fatalidades, sino como oportunidades para fortalecer nuestra voluntad y templar nuestro espíritu.


Este humanismo concibe la existencia no como un caos azaroso, sino como un lienzo en blanco donde cada individuo tiene la capacidad y la responsabilidad de imponer su propia forma, su propio orden. Al igual que el jardinero que labra la tierra salvaje, debemos tomar las riendas de nuestra vida y construir un significado a través de nuestras acciones y elecciones. La grandeza reside en esa capacidad de dar forma a nuestro propio destino.


En contraposición a una visión victimista que atribuye todas las penas a fuerzas externas, el Humanismo Vitalista promueve una responsabilidad individual radical. El mito del "noble salvaje", esa idea de una perfección primigenia corrompida por la sociedad, se desmorona ante la realidad de que nada surge de la nada. La dureza, no la facilidad, es nuestro estado inicial. Superar esa inercia, vencer las resistencias internas y externas, es el camino hacia la plenitud.


En esencia, el Humanismo Vitalista propone un modelo de ser humano activo, reflexivo y disciplinado. Un individuo que abraza la vitalidad y la individualidad, pero que las moldea a través del esfuerzo consciente y la gestión sabia de sus emociones. Es una invitación a dejar de ser meros espectadores de nuestra propia existencia y convertirnos en los arquitectos de nuestro propio florecimiento. En un mundo que a menudo nos vende la ilusión de una aceptación incondicional sin esfuerzo, el Humanismo Vitalista nos recuerda que la verdadera grandeza se conquista, paso a paso, con voluntad y disciplina.


Gustavo Godoy


sábado, 17 de mayo de 2025

El carácter clásico en tiempos románticos



Cuando pensamos en la Antigüedad, especialmente en la Atenas clásica de Pericles, debemos recordar algo fundamental: no vivimos en una época clásica. Nuestro tiempo está profundamente marcado por el Romanticismo. Esta corriente domina no todas las áreas de nuestra vida contemporánea, pero sí ha logrado una presencia abrumadora en el arte, la música, la literatura, el pensamiento intelectual y la izquierda política. No obstante, es crucial considerar que, por supuesto, este breve análisis simplifica un fenómeno histórico complejo y diverso. ¿Generalizaciones? Sí. ¿Simplificaciones? Sí. Pero, igual, hagámoslo. Nos puede ayudar a pensar. 

Ahora bien, esta sobrerrepresentación del Romanticismo tiene un lado negativo importante. Podemos caer en el error, consciente o inconscientemente, de creer que cultura es sinónimo de Romanticismo. Esta idea es claramente falsa, además de limitante y excluyente. En gran medida, esto explica por qué ciertos grupos –hombres, conservadores, tradicionalistas, religiosos, empresarios y profesionales técnicos o científicos– suelen sentirse alejados de lo que comúnmente asociamos con la cultura.

A veces parece que para ser culto hay que ser necesariamente bohemio y de izquierda, viviendo en un mundo imaginario y de ideas fanáticas, poco práctico y fantasioso, ¡pero que parece cool!

El énfasis romántico en el individualismo rebelde, la subjetividad y la emoción se une en un culto, a veces excesivo, a la autenticidad. Esta actitud domina en las universidades, los medios de comunicación, la industria creativa, el arte, los libros, Hollywood, las humanidades y la nueva izquierda. Particularmente popular entre los jóvenes urbanos. 

De hecho, esto podría explicar por qué la lectura ha perdido protagonismo entre el gran público. Ciertamente, el cine, la música y la televisión son canales donde la emoción y la impulsividad romántica se expresan de manera muy eficaz. Una especie de retorno a la oralidad. Los libros son muy lentos y reflexivos. O sea, son muy aburridos para una sociedad de pasiones intensas.

Lo que sucede es que el Romanticismo es muy accesible e intuitivo. Es fácil de entender y digerir, y no requiere mucho entrenamiento, reflexión o educación. ¡Hasta un bebé puede quedar cautivado por el Romanticismo!

En cambio, la visión clásica es más contraintuitiva. Requiere esfuerzo y no se adquiere de forma natural. Personalmente, como una forma de protesta y contrapeso, promuevo la lectura de los clásicos. Y cuando digo clásicos, me refiero especialmente a Aristóteles, a los estoicos (Séneca, Marco Aurelio, Epíteto, Cicerón) y a Sócrates como un modelo ejemplar de conducta y virtud.

Para entender la mentalidad romántica, probablemente debemos comprender el mito del "noble salvaje". Según este mito, el estado inicial del ser humano es casi un paraíso. Es decir, sin hacer nada, ya somos prácticamente perfectos. Las imperfecciones llegan después, con la sociedad. Entonces, existe una idea de "robo" o "pérdida" cuya culpa es del sistema. La hipótesis es que somos víctimas del sistema. Por lo tanto, el sistema es lo que debe cambiar, y debemos construir la utopía original donde todo era perfecto. Esta es, obviamente, una visión idealista, poco realista, poco pragmática y, naturalmente, muy cómoda. Y que, en muchos casos, promueve el resentimiento. Mis penas son culpa del otro. 

En lugar del "noble salvaje", el estado inicial es más parecido al de Robinson Crusoe. Nada surge de la nada. La pobreza, no la riqueza, la dureza, no la facilidad, es nuestro estado inicial por defecto. El carácter clásico se basa en la gestión emocional, la reflexión, la prudencia, el equilibrio, la moderación, la armonía, la forma y la virtud. Y aquí es donde entran el autocontrol y el esfuerzo. Valores para nada románticos. 

El autocontrol es la facultad que permite elegir el esfuerzo a largo plazo sobre la comodidad inmediata. Es la capacidad de resistir la inercia y la gratificación instantánea en pos de metas mayores o principios. Una sociedad en la que se confunde el autocontrol con la represión emocional y se cree merecerlo todo sin esfuerzo es una sociedad melodramática, comodona, egocéntrica, quejumbrosa y victimista. Abogamos por una sociedad serena, disciplinada, responsable, estoica y orientada al deber.

El Romanticismo, claro, ha aportado contribuciones esenciales, como la exploración de la subjetividad y el reconocimiento de la profundidad emocional humana. Sin embargo, critico su presencia exagerada y excluyente de otras corrientes. Su hegemonía actual resulta asfixiante.

Quizás la clave para navegar nuestra época romántica no resida en negar su fuerza, sino en cultivar conscientemente y sin idealizar las virtudes clásicas como un faro que nos orienta a un camino un poco más reflexivo y equilibrado en medio de la tanta intensidad emocional.

Gustavo Godoy

domingo, 11 de mayo de 2025

La voluntad de crecer y la inercia


El anhelo de ser más, de expandir nuestras fronteras internas y externas, palpita como un latido vital. Crecer en fuerza, en entendimiento, en la vastedad de nuestras capacidades y alcances se presenta no como un lujo, sino como una necesidad primordial inscrita en lo más hondo de nuestro ser. Sin embargo, en esta ascensión inevitablemente tropezamos con resistencias, murallas invisibles erigidas tanto por el mundo que nos rodea como por los laberintos de nuestra propia psique.

El adversario silencioso de este impulso de crecimiento es la inercia, esa fuerza viscosa que nos retiene en la comodidad de lo conocido. Crecer implica aventurarse en territorios inexplorados, un acto intrínsecamente riesgoso y costoso. Nos confronta con la incertidumbre, nos arroja a un mar de desafíos donde las corrientes son impredecibles. ¡Cuán seductor resulta, entonces, el refugio de la familiaridad! En ese remanso apacible, el camino de la mediocridad se despliega alfombrado de confort. Sin la exigencia del esfuerzo, sin el aguijón del dolor, sin la ofrenda del sacrificio, el espíritu se abandona a un plácido adormecimiento.

Aquellas almas que se aferran a un sentido inamovible de derecho, aquellas que se dejan arrastrar por la marea de sus emociones sin filtro, aquellas que ceden a la pereza como a un suave letargo, inevitablemente se estancan. Sus instintos y sentimientos, aunque poderosos, rara vez señalan el sendero del crecimiento. Porque lo que la inmediatez de las emociones dicta y lo que la costumbre arraigada proclama como "normal" rara vez coincide con el impulso de superación. 

Ante cualquier señal de cambio, ante la punzada del estrés, la mente y el cuerpo, en una danza ancestral por mantener el equilibrio, activan una resistencia homeostática. En esa búsqueda constante de ahorro energético, emerge una sutil pero poderosa oposición a cualquier "nueva normalidad". Con astucia, nuestro ser maquina excusas para perpetuar el statu quo, para aferrarse a la imagen cómoda de quienes somos, evitando así la ardua tarea del progreso. Nos justificamos con una visión romántica, susurrándonos al oído que la única brújula válida es aquello que "se siente bien". Este es el canto de guerra de la mediocridad: la aceptación incondicional de lo que somos en este instante.

Pero en esta complacencia no hay germen de crecimiento. Para elevarnos, para expandirnos, es preciso aspirar a ser aquello que aún no somos, anhelar una versión más grande, más completa de nosotros mismos. El cambio es un sendero empedrado de dificultad, pero no por ello inalcanzable. Y para recorrerlo con éxito, debemos vencer tanto los enemigos externos como aquellos que anidan en nuestro interior. La primera victoria reside en la sabiduría de aceptar que el crecimiento es una necesidad intrínseca, y que, como todo lo valioso, conlleva un costo. Un costo que a menudo se siente áspero, incluso doloroso. A partir de esta aceptación, el camino se ilumina con la claridad del objetivo, se allana con pequeños pasos constantes, y se nutre de la paciencia que permite la adaptación.

Vivimos en un mundo que nos vende la falacia de una aceptación incondicional, envuelta en el celofán de un supuesto "amor propio". Ese es el camino fácil, la promesa ilusoria de ser bellos, fuertes, saludables, buenos y competentes por decreto, sin el sudor de la labor, sin la disciplina del esfuerzo. Basta con proclamarlo, y ya. Esa es la victoria insidiosa de la inercia, que sigilosamente se ha apoderado del mundo, susurrándonos al oído la dulce mentira de la suficiencia estática.

La lucha entre crecer y la inercia define nuestra existencia. El anhelo de ser más choca con la cómoda resistencia interna. Superar esa inercia, aunque doloroso, es la senda hacia la plenitud. No sucumbamos a la falsa promesa de una aceptación estática; la verdadera grandeza reside en la aspiración constante. Hay que alimentar una ambición saludable y una disposición a superar la inercia en la búsqueda de un desarrollo personal continuo. La gran aventura de crecer.


Gustavo Godoy





domingo, 4 de mayo de 2025

Convergencias y divergencias entre Nietzsche y Proust

 


Ambos gigantes del pensamiento, Friedrich Nietzsche y Marcel Proust, exploraron las profundidades del tiempo, aunque desde orillas aparentemente opuestas. El filósofo alemán se sumergió en la concepción cíclica del eterno retorno, mientras que el novelista francés se detuvo en la linealidad destructora del tiempo, rescatado solo por los fragmentos evocadores de la memoria involuntaria. A primera vista, sus perspectivas parecen irreconciliables, un contraste marcado entre la afirmación vitalista del presente y la melancólica reconstrucción del pasado. Sin embargo, una mirada más audaz podría sugerir una complementariedad sutil, un equilibrio dinámico que enriquece nuestra comprensión de la existencia.

Para Nietzsche, el tiempo culmina en la intensidad del instante presente. El eterno retorno, más que una doctrina cosmológica, se presenta como una potente metáfora para abrazar el aquí y ahora con una entrega total. Se trata de vivir cada momento con una intensidad infinita, liberándose de las cadenas del remordimiento por el pasado y la ansiedad por el futuro. Este enfoque vitalista nos impulsa a la acción, a desplegar nuestra voluntad con elegancia y determinación, buscando ese estado de flujo donde nuestras capacidades florecen al enfrentar los desafíos de la vida. Por ende, la gloria reside en la plenitud del presente.

En contraste, Proust concibe el tiempo como una corriente implacable que erosiona la realidad. La recuperación del pasado solo es posible a través de las epifanías involuntarias de la memoria, esos detalles sensoriales que, sin previo aviso, nos transportan a escenas olvidadas. Nuestra identidad se construye entonces como un mosaico fragmentado, ensamblado laboriosamente a partir de estas evocaciones. Existe en esta visión una innegable nostalgia, una conciencia de la pérdida inherente al paso del tiempo. Sin embargo, esta evocación involuntaria se impone como una realidad ineludible, un despertar provocado por estímulos externos que escapan a nuestro control.

Ahora bien, ¿cómo podemos conciliar estas visiones aparentemente opuestas en nuestra vida práctica? Si, como sugiere Proust, el olvido absoluto es una ilusión, entonces la clave reside en la reinterpretación del pasado. Podemos transformar la carga de la nostalgia en una fuente de aprendizaje y enriquecimiento para nuestro presente. El pasado se convierte así en una herramienta valiosa, un depósito de experiencias y enseñanzas que nutren nuestro crecimiento. Despojándolo de su componente trágico y de la sensación de pérdida, lo podríamos integrar como una ganancia, una sabiduría acumulada.

Lejos de rumiar estérilmente sobre el ayer con resentimiento o tristeza, podemos adoptar la vitalidad nietzscheana para volcarnos con energía y atención al presente. El pasado, entonces, no es un lastre, sino un cimiento sobre el cual construimos un presente vibrante y significativo. La convergencia reside en la posibilidad de utilizar la riqueza del pasado proustiano como combustible para la afirmación del presente nietzscheano. Al final, quizás la sabiduría se encuentre en ese delicado equilibrio: reconocer la huella imborrable del tiempo, aprender de sus lecciones y, con esa comprensión, abrazar la intensidad irrepetible del ahora.

Gustavo Godoy