Nací en una ciudad de tamaño medio en la región de los Andes Venezolanos llamada Valera, en el estado de Trujillo. Mi infancia y adolescencia transcurrieron en Venezuela durante los años 80s y 90s. Mi familia paterna debe sus inicios a un poblado llamado Pampán, pero en algún punto se mudaron a Trujillo, un pueblo cercano, capital del estado con el mismo nombre. Mi padre cuando joven trabajó como telegrafista para luego dedicarse a vender autos. Fue un hombre sumamente bondadoso, generoso, perseverante y hábil. Poseía un talento excepcional para el comercio y los negocios. Sus empresas lograron un gran éxito con una técnica muy ingeniosa para la época y sobre todo para la región: Compraba caro y vendía barato. Sus compañías prosperaron y alcanzó a convirtiéndose en un par de décadas en uno de los empresarios más importantes de la zona. Creía firmemente en la voluntad y la capacidad del hombre de superarse a sí mismo. Yo llevo su nombre.
En Venezuela, como en la mayoría de las partes del mundo, el éxodo desde las zonas rurales hacia las ciudades ha sido inmenso. Para los habitantes del campo y de los pequeños poblados, la gran ciudad significa progreso y éxito económico. La región de los Andes ha sido víctima de este proceso que se ha traducido en la pérdida de vitalidad para la zona y la superpoblación para las grandes ciudades como Maracaibo, Barquisimeto o Caracas. Debido a este fenómeno, a pesar de descender de una familia andina y haber nacido en los Andes, pasé mi niñez y adolescencia en la ciudad de Barquisimeto.
El acontecimiento más importante de mi niñez fue la muerte de mi padre cuando yo tenía escasos cinco años de edad. De manera repentina, un día del mes de enero, mi padre falleció en un accidente con su propio avión. Yo amaba a mi papá y después de su muerte todo cambió. Mi memoria de él no es completa, es sumamente fragmentada pero sí muy sentida. Los pocos recuerdos que aún logro conservar de esa primera etapa de mi vida están cargados de muchos sentimientos gratos. Su ejemplo y su ausencia han influido mucho en mí. Después de su partida, tuve una infancia que oscilaba entre periodos de mucha incomodidad y otros de mucha felicidad.
Los periodos más felices de mi infancia fueron sin dudas, durante mis vacaciones en el pequeño pueblo de Trujillo para visitar a mi abuela y al resto de mi familia paterna. En Trujillo, donde mi abuela “Mamá Concha”, yo era feliz. Adoraba a mi abuela y adoraba a mis tíos y primos. Todo en Trujillo era mágico. En aquella época, un relajado ambiente bohemio lo cubría todo. Mucha música, mucha camaradería, mucha tertulia. Mucho amor. La rica comida, la naturaleza y los jardines estaban siempre presentes. Era la gloria para mí. Todos me trataban con gran respeto y cariño. El disfrute nunca paraba. Nada era impuesto, todo era planteado con sabios argumentos y con la mejor de las intenciones. Todos me trataban con mucha cortesía. Sentía que era parte de algo y eso, desde muy joven, me dio mucha seguridad.
El resto del año lo pasaba en Barquisimeto en condiciones diametralmente opuestas a las de Trujillo. Crecí con mi madre y mi padrastro dentro de una familia que seguía al pie de la letra todos los clichés de la alta burguesía Venezolana. Colegios privados, viajes, casa en Miami y en la playa, fincas, una elegante casa con cuatro o cinco empleados domésticos ubicada en un exclusivo vecindario, camionetas de lujo, distinguido círculo de amistades, una membresia del “Country Club” y otra del “Golf Club”, una vida social activa llena de whisky importado y salmón, una cuenta en dólares en el extranjero y sobre todo mucha arrogancia social.
Yo era un extraño entre extraños. A pesar de vernos forzados por las circunstancias a convivir bajo el mismo techo por un tiempo, nunca nos conocimos, nunca nos entendimos. Distanciarme de ellos era algo que siempre anhelé. Éramos de planetas totalmente distintos. Ellos eran una familia tradicionalista burguesa venezolana actuando como ellos creían que era correcto actuar, y yo un joven liberal e idealista con otras aspiraciones. Naturalmente, era de esperarse que surgieran fricciones y malentendidos.
Generalmente, fui un joven tranquilo. Mi vehículo era la bicicleta. Con una vieja bicicleta de carreras me movía a todas partes. En la bicicleta iba al colegio, a la panadería y a todos los lugares. Tenía la costumbre de pasear dando vueltas por toda la ciudad y deambular sin rumbo fijo. Esto me gustaba y me calmaba. Recorrer sin destino las calles lo encontraba terapéutico. Me encantaba. En otras ocasiones, me daba por caminar. Llegaba a caminar por horas como un vagabundo. A diferencia de los otros jóvenes de mi edad, nunca me llamaron la atención los carros. En ningún momento, quise tener uno. La pasión compartida por muchos a los carros, las motos y las máquinas nunca me atrajo. Jamás fue aficionado a los deportes, ni a la competencia. El fútbol o el basketball nunca fueron lo mío. Mis intereses siempre eran distintos al de los demás.
Desde muy joven, experimenté una profunda inconformidad con la sociedad que me rodeaba. Tal vez por eso, desarrollé un carácter solitario y soñador. Debido a esa naturaleza perezosa y distraída que me caracterizaba, desatendía con regularidad mis deberes. Entonces, mi madre consideró imprudente darme el derecho a un televisor en mi cuarto. Ella pensó que la televisión estimularía mi acentuada tendencia a la holgazanería. Por esta razón, siempre fui el único de la casa indigno de tener un televisor en su cuarto. Pero tenía acceso a la vieja biblioteca de mi padre. Entonces, como cosas del destino, un buen día, me convertí en lector. Un lector insaciable de libros. Devoraba libros día y noche con mucho placer. Disfrutaba leer enormemente y siempre me gustaron los clásicos. Uno de los primeros libros que leí fue Las aventuras de Tom Swayer de Mark Twain, seguido por Oliver Twist de Charles Dickens. Me pasé por los libros de Julio Verne y de Emilio Salguieri. Leí Robinson Cruese, los tres mosqueteros, y Los viajes de Gulliver. Con el tiempo, leí muchos otros. Leí principalmente novelas del siglo XIX, tratados filosóficos, biografías y escritos sobre religiones asiáticas. Tan solo me bastaba con cerrar la puerta de mi cuarto para ser libre. Fue en la imaginación donde conseguí el mayor de mis consuelos.
Desde que tengo memoria, he sido un gran crítico de toda sociedad que confine lo intelectual, lo espiritual y lo artístico a una posición marginal. Inevitablemente, me formé desconfiando de los adultos, los maestros, los sacerdotes y los poderosos. Me apoyé en la literatura y la filosofía como puntos de orientación.
En el verano de 1997, después del bachillerato, partí a los Estados Unidos a estudiar en la Universidad de Tampa en la Florida. A los 17 años de edad estaba por comenzar el principio de mi nueva vida lejos de mi familia y de mi país natal.
Para entonces mi padrastro y mi madre soñaban con hacer de mí todo un burgués. La idea general era que yo fuera un hombre de éxito, dinero y ascenso social. Dormir temprano. Despertar temprano. Seguir las normas y todo convencionalismo al detalle. Algo así como un ingeniero en computación trabajando para una gran corporación multinacional, ganando muchos dólares, una linda casa con un televisor gigante en un suburbio de Miami, una familia de 2.5 niños, viajes en primera clase, una mini vans de color gris y un golden retriever. Esta es una vida seguramente muy buena, y perfectamente deseable para muchos, pero no era lo mío. A mí me provocaba escalofríos imaginar que mi vida pudiera ser así.
Yo quería mucho más. Quería vivir mi propia vida, y seguir mis propios sueños. Me di cuenta desde muy temprana edad que yo era yo y no otro. No quería comenzar la vida siendo un autómata sin alma. Tenía la convicción de ser el único con la responsabilidad de dibujar mi futuro. Quería tener una vida parecida a mí y que se adaptara a mis necesidades. Nunca vi la vida burguesa como un modelo digno de emular. Al contrario, la consideraba vulgar. En todo caso, era el modelo a no seguir. Más que pura rebeldía esto se debía a una razón muy sencilla: entre burgueses, no era feliz. Mi espíritu rechazaba el tipo de vida que ellos llevaban. Me resistía a ser como ellos. Antes de imitar, preferí ser el señor de mi propio destino. Escogí vivir. Por supuesto, sabía muy bien que cometería mis errores, pero no pretendía renunciar a la libertad de poder equivocarme. Y fue la mejor decisión que pude tomar. Vivir mi vida significaba que mis fracasos serían míos, pero mis triunfos también serían míos.
Para mí, recorrer el mundo como un errante siempre fue un pensamiento sumamente tentador. El nomadismo del trotamundos yo lo relacionaba con huir de la opresión, de los deberes, y de la rutina asfixiante, hacia la libertad, el descubrimiento y la aventura. Entonces, viajé por el mundo. Y viajar me ofreció la posibilidad de escapar, de renacer, de recrearme y de conocerme mejor. Quien viaja mucho y conoce mucha gente adquiere una visión mucho más amplia de la humanidad y sus obras. Se puede llegar a comprender más profundamente el sentido de su propia vida. El verdadero viaje no está en el movimiento de un lugar a otro sino en el proceso interno de aprendizaje y crecimiento personal que ocurre solo en el alma de cada quien. Gracias a mis viajes aprendí a amar a todo el planeta y a ver a la humanidad como un todo. Aprendí a verme como ciudadano del mundo.
Por años, viajé, viajé y viajé. Conocí a mucha gente. En aquellos tiempos, pude conversar con intelectuales, artistas, pensadores, líderes religiosos y políticos. Perseguí el conocimiento con una sed fáustica. Gradualmente, me forme como un hombre de ideas y de libros. Me ocupe de cultivar una mente independiente y me preocupé en marcar siempre mi posición personal ante los asuntos de relevancia y actualidad.
Después de varios años en los Estados Unidos, debido a que nunca me gustó en realidad el modo de vida estadounidense, decidí mudarme al Medio Oriente. Me traslade a la hermosa ciudad costera de Haifa al norte de Israel para vivir ahí por una temporada. Conocí el país, su gente, su cultura, su comida y sus sitios sagrados. También escuché sus idiomas, el hebreo y el árabe. Y tuve el placer de conocer gente de casi todos los lugares del planeta y de casi todas las religiones. En Israel, me relacioné con judíos, cristianos, musulmanes, drusos y bahais de todas las tendencias. Ahí hice amistad con personas de sitios tan interesantes como la India, Nepal, las Polinesias, Singapur, Escandinavia, Mali, Suazilandia y Azerbaiyán, entre muchos otros. Sobremanera, me atrajo la vida rural israelí. El kibutz y el moshav son modelos alternativos que estudié con entusiasmo. Investigué sobre su agricultura y su modo de organización. Mi feliz estadía en Israel se extendió por casi dos años.
Luego, me fui al Amazonas (Venezuela). Me introduje al interior de la selva y me establecí por casi un año en una comunidad indígena de los Piaroa para vivir como ellos. Gocé de los sentimientos de la vida salvaje. Tuve la oportunidad de escuchar sus leyendas, tradiciones y creencias mientras observaba sus costumbres y su estilo de vida. Cada vez que podía, iba a visitar al chamán de la aldea. Y el viejo chamán siempre compartía gustosamente conmigo su sabiduría ancestral.
En mi juventud, conocí muchos sitios, lugares como países de América Central y el Caribe, países de Europa, China, Turquía, Canadá o México. Después de un largo recorrer pude ver que la vida que lleva la mayoría de las personas no es una vida realmente satisfactoria. El descontento es general. Sin embargo, ninguno de nosotros está de ninguna manera obligado a seguir un modo de vivir que no deseamos. Cada quien debe vivir a su manera y punto. Es cuestión de ser sincero con uno mismo e ignorar las voces del conformismo y el miedo. Solo luego de hacer esto, uno será verdaderamente feliz y pleno.
Todos los tesoros del mundo juntos son solo una simple mota de polvo cuando los comparamos con la infinita riqueza y el inmenso mar de posibilidades que es nuestro universo interior. E inspirado por esta noción, me empeñé en buscar un lugar con las condiciones ideales para poder crecer internamente, y después de encontrarlo, convertirlo en mi hogar para vivir ahí por el resto de mis días.
Yo quería algo más de la vida que la existencia vacía que llevan la mayoría de las personas. Deseaba vivir una vida que tuviera un sentido y se rigiera por una línea moral. Sin distracciones, ni postergaciones. Quise desarrollar una profunda vida espiritual. Hacer el bien. Purificarme. En otras palabras, quise vivir.
Decidí escuchar mis fuertes deseos de soledad y retiro. Y me convertí en asceta. Sencillamente, me fui al campo indefinidamente para dedicarme al estudio y a la reflexión en medio de la belleza y la tranquilidad. Preferí crear mi propio mundo y vivir fuera de la sociedad. Vivir en la naturaleza entre libros y montañas como un anacoreta para hallar en mí mismo la solución a mi propia existencia.
Me establecí a las afueras de Trujillo, el pueblo de mi abuela paterna en los Andes Venezolanos. En una pequeña casa, solo como un ermitaño, empecé a vivir al igual que un robinsón. Cultivé con mis propias manos un pequeño huerto. Cociné a leña. Del techo, recogí agua de lluvia. Improvisé mis muebles. Sin refrigerador, televisión por cable, lavadora, bullicio o ajetreo, me propuse a vivir felizmente una vida sencilla, frugal y llena de gratitud. Disfrutar de los pequeños placeres y logros cotidianos. Leer buenos libros, escuchar música, pasear por los bosques, y ayudar a los demás.
Al principio, mi aislamiento del mundo fue radical. Sin embargo, con el tiempo se ha moderado notablemente con la excepción de contados intervalos donde he aplicado este mismo radicalismo por períodos de diferente duración. Se podría decir que ahora este especie de exilio que cuento no es un exilio literal sino más bien un exilio figurado o en todo caso relativo, no total. A pesar que disfruto mucho la soledad y que paso mucho tiempo solo en mi casa, al mismo tiempo tengo muchos amigos y participo en muchas actividades sociales y culturales fuera de mi casa.
Después de darle la vuelta al mundo, volví al campo donde todo comenzó. He llegado a la conclusión con el tiempo que la vida es una auténtica odisea y que la verdadera sabiduría radica en reconocer nuestra propia ignorancia. Un día dejamos el hogar para viajar por el mundo, viviendo aventuras, superando obstáculos y conociendo otras gentes para al final volver de nuevo al mismo punto donde todo inició. Terminamos donde comenzamos y, sin embargo, seguimos formulándonos las mismas preguntas eternas de siempre: ¿Quién soy? ; ¿Dónde estoy? ; ¿Cómo debo encauzar mi vida?; ¿Cuál es su sentido? ; ¿Cómo es el mundo que me tocó vivir? ; ¿Cuál es mi papel a jugar en este mundo? ; ¿Cuál va a ser mi contribución en la historia?; ¿Cómo alcanzo mis sueños? ; ¿Cómo logro ser feliz?
Cuando uno puede disfrutar de abundante tiempo libre y soledad, las ideas y los pensamientos florecen con gran facilidad. Uno se vuelve más observador y agudo. La mente se vuelve mucho más lucida. Ver el mundo desde lo lejos, da una perspectiva muy valiosa. Entre el ocio y tanto verde, descubrí que escribir me permitía comprender muchísimo mejor todo lo que leía en los libros y todo lo que pensaba. Entonces, escribí. Y escribir se convirtió en una especie de compañero fiel en medio de estas montañas. Mis escritos son los intentos ilusos de un lobo estepario para dar respuestas a esas preguntas eternas que realmente no tienen una respuesta definitiva.
Gustavo Godoy
*Extracto de un escrito mas largo aun sin publicar
ver blog: www.entrelibrosymontanas.blogspot.com