miércoles, 24 de agosto de 2022

La teoría de la estupidez

 


La costumbre es culpar a los malvados por los problemas del mundo. Se suele pensar que somos víctimas de una gran conspiración. Suponemos que los demás son extremadamente competentes y las injurias son el resultado directo del egoísmo ajeno. Creemos en la maldad del otro con la explicación más razonable. Esa creencia no es total. Pero sí es bastante común. De hecho, se podría decir que es la creencia predominante. Todos tenemos un sentido de la justicia. Sin embargo, el egoísta cruza las líneas constantemente para obtener una ventaja perjudicando a los demás. De este modo, explicamos la injusticia. Y, de la injusticia, nace la rabia y la frustración. 

Esta teoría de la maldad gana popularidad debido a nuestra predisposición a pensar que las personas arriba en la escala social son superiores a nosotros en casi todos los aspectos. Mejor dicho, la mayoría está convencida de que las personas en puestos de autoridad y prestigio son seres especialmente talentosos. Se asocia el poder con la habilidad. Por ende, toda maldad debe ser el resultado natural de un cálculo egoísta. Se nos olvida considerar la teoría alternativa.

¿Cuál es esa teoría? La teoría de la estupidez. El hecho de que la estupidez está en todas partes. Con frecuencia, subestimamos el poder de la estupidez. Y los líderes, particularmente, son propensos a la estupidez. En la mayoría de los casos, la estupidez es una explicación más exacta que la maldad. Y, en la mayoría de los casos, la estupidez es un agente mucho más dañino y destructivo que la maldad.

Muchos de nosotros andamos por la vida creyéndonos unos genios. Nos sentimos especiales. Nos sentimos, de algún modo u otro, seres superiores de nuestro entorno. El hecho de que los demás no reconozcan nuestros atributos es un desafortunado defecto de la realidad. El detalle con esto es que todos andamos en lo mismo. O sea, las personas normalmente se sobrestiman a sí mismas y subestiman a los demás. En consecuencia, el rechazo de los demás nos parece injusto. Pero, al mismo tiempo, rechazamos a los demás con gran facilidad.

Todos sufrimos del síndrome del sabelotodo. Unos más, otros menos, pero todos somos unos sabelotodo a cierto nivel. Se podría decir que las cosas que no sabemos son mayores a las que sí sabemos. Sin embargo, rara vez, lo reconocemos. Pensamos que sabemos mucho. Sin embargo, en realidad, sabemos muy poco. En muchos aspectos de nuestra vida, somos muy ignorantes y bastantes ineptos. Pero, en nuestro fuero interno, la idea de que somos unos genios se mantiene. En otras palabras, andamos por la vida haciendo el ridículo con nuestro ego hinchado y mirando a los demás con desdén. Esa actitud, naturalmente, nos hace cometer muchos errores. Con nuestra estupidez, nos hacemos daño y le hacemos daño a los demás.

Tomemos un ejemplo pequeño. Hablemos del impuntual. Por lo general, el impuntual no es necesariamente un irrespetuoso aprovechado. En la mayoría de los casos, se trata de un optimista empedernido que volvía a subestimar sus capacidades. Pensó que lo lograría en 5 minutos. Pero se tomó una hora, porque no hizo los cálculos adecuadamente. Esta impuntualidad por ineptitud es perjudicial para todas las partes. Y es más el resultado de la estupidez que de la maldad.

Ahora pensemos en la madre que da un mal consejo a su hijo. Y pensemos en el hijo que actúa mal por confiar en su madre. También tenemos al experto que emite una opinión fuera de su área de competencia. O el político que se ve en la obligación de tomar muchas decisiones importantes con muy poca información. Podemos pensar en el empresario que actúa de manera imprudente ocasionando pérdidas para él y para los demás. O en la celebridad que no supo controlar su ira acabando con la fiesta y arruinando su reputación. Imaginamos al distraído que causó un accidente con daños para él y otros. No es la maldad. Es asunto de la estupidez. 

La ignorancia confiada, la vanidad, la credulidad, la obediencia, la distracción, la ineptitud y falta de control son los pilares de la estupidez en el mundo. Hay personas que pierden sin ganar nada por ayudar a los demás. Estos somos los nobles incautos. Hay personas que ganan perjudicando a los demás. Estos son los bandidos. Hay personas que ganan aportando valor. Estos son los inteligentes. Y hay personas que pierden causando daños para todos. Estos son los estúpidos. El bando más numeroso de todos.

La estupidez explica muchas cosas. ¿Por qué no funcionó esa relación? ¿Qué pasó aquella vez? ¿Por qué no logre el objetivo? ¿Por qué perdimos? Ahora bien, es muy probable que la razón haya sido la estupidez y no la maldad. O sea, la responsabilidad cae en nuestra propia estupidez y no en la maldad del otro. Nuestro optimismo iluso nos hace pensar que tenemos la capacidad para la tarea cuando en realidad no la tenemos. Nota importante: La conciencia de nuestra propia estupidez no es un desaliento. De hecho, es una oportunidad para mejorar como personas. Porque nos recuerda que no lo sabemos todo. Todavía hay mucho por aprender. 

Gustavo Godoy

domingo, 7 de agosto de 2022

Una carta a la distancia





Debo confesar que me gusta la idea de enviarle cartas a un amigo en tierras lejanas. Hablo de cartas en el sentido más antiguo. Hablo de cartas de papel. Escritas a mano. Colocadas en un sobre y enviadas con la ayuda de un mensajero. Al estilo del siglo XIX. Cartas como en los tiempos victorianos. Supongamos que tardan varias semanas en llegar a su destino. Y la respuesta tarda aún más tiempo en regresar. Eso significa que debo tomarme mi tiempo. Significa que debo resumirlo todo en una carta. No tendría más opción que pensar muy bien en el mensaje. Lo que ocurre es que el destinatario no sabría nada de mí en tiempo real. Mi carta siempre llegaría tarde. Siempre sería total y permanente. Escribir una carta así sería como escribirle al silencio. Sería algo serio e importante. Pienso que eso me obligaría a ser más sincero y profundo. Porque, en su momento, mi carta sería leída con toda la atención. En este mundo tan superficial, lamentablemente, escribir cartas es un arte perdido.

La nostalgia por las cartas, en realidad, no es nostalgia por las cartas. Creo que, en el fondo, es un deseo de intimidad. Pero no me refiero a la intimidad física. Me refiero a la intimidad espiritual. En el pasado, la comunicación a distancia requería tiempo. Era difícil. Lo que la convertía en un recurso limitado. Eso estimula la calidad en el mensaje. Entonces, se escribía con mayor reflexión, detalle y sentimiento. Debido a las limitaciones de antaño, una carta requería esfuerzo. Y el esfuerzo nos hace valorar las cosas.

La belleza de una carta radica en lo que representa. Es un pequeño símbolo. Nos recuerda que las letras son puentes de entendimiento que hacen de la distancia una ilusión. Las cartas son mágicas. Porque nos obligan a detenernos en el tiempo para mirar al otro con dedicación. El verdadero regalo es el regalo de nuestro tiempo. Tiempo y comprensión. Porque en cada uno de nosotros yace el deseo ancestral de ser observados con ojos amables.

En una carta, podemos contar nuestra historia. Podemos revelar nuestros deseos. Podemos admitir nuestros miedos. Podemos compartir nuestro dolor. En la presencia de unos ojos amables, somos libres de relatar nuestro mundo. Somos libres de explicar nuestros motivos. Somos libres de confesar nuestros secretos. Somos libres de describir al universo desde nuestra particularidad. En una carta, es posible la expresión sincera.

Las cartas no son para todo el mundo. Las cartas son personales. Hay un elemento de confidencialidad en una carta. Son pequeños universos de complicidad. No son para todo el mundo. Porque no todo el mundo tiene la generosidad de ver lo mejor en los demás. No todo mundo puede parar de juzgar. No todo el mundo es indulgente con el error ajeno.

Ya no enviamos cartas como antes. Es una pena. Me habría encantado enviarle cartas a mis amigos en tierras lejanas. Poder describir mi vida en letras. Leer sobre la vida de otros. Esperar semanas por la llegada de mi carta. Esperar semanas más por la llegada de la respuesta. Me imagino al destinatario sentado leyendo páginas escritas por mí. Con atención. Con interés. Con curiosidad. A la expectativa de saber más sobre mis aventuras. Tomando el papel para escribir una carta sobre él o ella. Escribir cartas es un arte perdido. Son reliquias de un mundo que ya no es. Ahora todo es rápido y conveniente. Lo extraño es que, a pesar de eso, nadie parece tener tiempo para los demás. Pienso que deberíamos comenzar a escribirnos cartas.

Gustavo Godoy