El ser humano no sólo vive su experiencia personal. Aunque se trace metas meramente individuales, nunca es ajeno a las mieles y vacíos de toda la humanidad. Siempre comparte con los demás las mismas necesidades universales. Todos queremos amar y ser amados. Todos deseamos comprender y ser comprendidos. Pertenecer y sentirnos seguros en un lugar cálido, propio y familiar. Todos para encontrar consuelo necesitamos asociarnos a algo más grande que nosotros. Llámese Dios, universo, totalidad o amor absoluto. En realidad, da igual. Tal vez no se trate de tener la razón o de aceptar dogmas complicados. Tal vez se trate simplemente de ser feliz, de sentirse pleno. Construir lazos invisibles con el mundo entero. Dar. Crear. Hacer el bien. Aportar en algo. La más sencilla elementalidad de la existencia humana es que habita dentro en todos nosotros una dulce y silenciosa voz que nos exhorta a consagrar nuestras vidas hacia un sentido trascendental. Es un llamado tan íntimo como profundo cuya validez nunca debe ser subestimada o ignorada por mucho tiempo. Es la vida en su más básica y clásica esencia.
Así fue como Ahmad , nativo de Yazd e hijo predilecto de ricos comerciantes, con sobrados motivos dejó todos los apegos atrás para emprender su gran viaje estético a la India espiritual. Desde muy temprana edad escuchó por parte de los sabios de su ilustre ciudad que la plenitud del alma yacia más allá de las fronteras de la falsa e ilusoria realidad. Para él, la realidad era la sociedad, la familia, el trabajo, las normas y los prejuicios de su propia mente. Entonces un buen dia primaveral y para la contrariedad de sus familiares y amigos decidió caminar rumbo al Este milenario y misterioso en busca de belleza, paz y libertad. Escogió asumir la ruta de los peregrinos. Y andar solitariamente por los senderos de la vida despojándose de los fantasmas del ego y la mundanidad.
No cabia dudas que Ahmad era del tipo espiritual. Todo su tiempo y su proceder estaban sistemáticamente y disciplinadamente orientados exclusivamente al desarrollo de su noble ser. Poseía la sensibilidad del poeta, la bondad del generoso, el aguante del deportista y la economía del mendigo. Su mente no estaba enfocada en sus pecados. Todo lo contrario. Él los trataba con una sabia y compasiva indulgencia. Gracias a la prudente recomendación de los libros antiguos que leía con tanta pasión su mirada estaba pacientemente dirigida al presente, en el aquí y el ahora. Su filosofía personal no podía ser más sencilla. Todo se resumía en unos pocos lineamientos: cultivar el carácter, relajar las ambiciones, ignorar los deseos, vaciar la mente y abrir el corazón. Era una práctica cotidiana y constante que se apoyaba en el ser y no en el tener. Él creía profundamente en los valores terapéuticos de un enriquecimiento interior. El mundo exterior no es otra cosa que una manifestación de nuestro propia subjetividad. La felicidad o la desdicha están sólo en nuestra mente. En realidad, nada nos falta porque ya lo tenemos todo. No hay que buscar nada en otro lado. Nuestro nivel de consciencia es lo que determina la naturaleza de toda nuestra existencia. O por lo menos así lo creía él. Ahmad dedicó toda su vida a la temeraria aventura de borrar todo lo impuro en su alma para sembrar en su lugar hermosos crisantemos. Sin lugar a dudas, un objetivo titánico. Pero así era él y esa fue la audaz vida que eligió.
Quien conquiste el alma tendrá el poder para conquistar al universo entero.
Gustavo Godoy
Artículo publicado en El diario El Tiempo ( Valera, Venezuela) y en varios medios alternativos en diferentes países del mundo el viernes 28 de Abril 2017 en la Columna Entre libros y montañas
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