Con frecuencia se habla del perdón pero pocas veces se profundiza sobre ello como es debido. Casi siempre se aborda el asunto de un modo tan superficial que el concepto se pierde entre tanta oscuridad. En muchos casos la idea se corrompe tanto que incluso se llega a utilizar como chantaje. Porque quien transgrede siempre pide perdón y acusa de injusto a quien se lo niega. Invirtiendo de esta manera el lugar de la víctima y con el del victimario. Es decir, los hampones piden clemencia y al verdugo lo convierten en un villano.
El mundo está repleto de familiares, amigos y extraños que abusan reiteradamente de nuestra paciencia. Luego, pretenden que nada pase y que los daños que han ocasionado sean olvidados sin mayores consecuencias. Entonces, cuando llegan los reclamos se transforman en los grandes profetas del perdón para más tarde reincidir. Es por eso que el perdón malentendido es una injusticia. Ahora bien, el perdón para que sea provechoso debe servir al bien y alejarse de sus extremos, la indulgencia y la venganza.
Aquello que nos ofende en cierto modo también nos mide. Porque el cuchillo puede cortar fácilmente el papel pero rara vez logra romper la roca. La rabia, el rencor y la amargura que despiertan las injurias lo que exponen no es nuestro alto sentido de la justicia sino nuestras propias debilidades y carencias. Lo que necesitamos no es dañar a quien nos hizo daño. Lo que necesitamos es crecer. Las ofensas pueden ser verídicas pero la lesión que estas causan depende de nuestro grado de vulnerabilidad. Hay que ver las cosas con una perspectiva mucho más elevada. E interpretar los hechos con una visión mucho más amplia y generosa. Porque lo que nos lastima en realidad nos hace más fuertes. Los arrebatos, de hecho, nos hacen más independientes. Quien nos critica, en el fondo, nos hace importantes Quien nos envidia nos hace valiosos. Y quien nos rechaza y menosprecia realmente nos está haciendo un favor. Ni las nubes ni las fechas intimidan a la luna. El pasado es para el progreso, el aprendizaje y la reflexión, no para el odio. El odio es una carga.
Todos tenemos nuestras fallas y defectos. Nadie es perfecto. Es algo muy común que las personas tiendan a hacerse daño entre sí. Esto se lo debemos a nuestra inclinación natural por la codicia, la ignorancia y la flojera. En resumen, de pícaros, tontos y holgazanes está lleno el planeta. Hay que reconocerlo sin mucho alboroto. Las cosas son así.
El perdón es admitir que todos somos humanos y nos equivocamos. Además, es dar a los demás la oportunidad de reparar sus errores. Palabras menos, palabras más, el perdón es eso.
Esto, por supuesto, no quiere decir que debemos aceptar los ataques, los atropellos y los agravios con toda impunidad. Eso sería insano y ofensivo para la persona que debe defender su dignidad. El amor puede impulsar a un padre a perdonar las faltas de su hijo pero el deber lo obliga a corregirlo. Si pasa por alto sus faltas y no lo forma, estaría cometiendo un grave error. Es por ello que el perdón debe aplicarse correctamente para que sea noble.
Este proceso tiene dos partes. Primero, es importante sanar las heridas formando una piel mucho más gruesa. Segundo, es necesario educar con correctivos al injurioso. El perdón sin correctivos es indulgencia. Correctivos para castigar innecesariamente y no para edificar es venganza. El perdón libera mientras que sus extremos encadenan. Siempre el perdón debe incluir un elemento educativo y benéfico para que sea útil para las partes. Debe dejar una enseñanza. De lo contrario es tóxico y muy prejudicial. El perdón debe impulsar el bien, no incentivar el mal.
El perdón es un componente esencial para una vida feliz. Perdonar nos hace grandes.
Gustavo Godoy
Artículo publicado en El diario El Tiempo ( Valera, Venezuela) y en varios medios alternativos en diferentes países del mundo el viernes 20 de Octubre 2017 en la Columna Entre libros y montañas
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