La sociedad siempre se equivoca con nosotros. Es ciega. No percibe lo que somos. No sabe lo que somos. Los demás ven de nosotros tan solo una fachada. Pero se les escapa nuestra esencia. Reconocen un perfil de atributos observables. Sin embargo, lo invisible. Lo realmente importante. Normalmente queda en las sombras. La edad, el género, la profesión, la educación, la riqueza, el físico, la apariencia, la nacionalidad, el vehículo que manejamos, y la casa que habitamos revelan únicamente una caricatura de nosotros sin mostrar los aspectos más vitales de nuestro ser. ¿Qué tan generosos somos? ¿Qué tan valiente somos? ¿Qué tan paciente somos? ¿Qué tan humanos somos? ¿Quiénes somos? Eso no sale en un perfil. Sin embargo, somos juzgados por nuestro perfil.
Este sistema impersonal de caracterización y catalogación es usado por necesidad. Se agrupa y se etiqueta. Pero se olvida de la particularidad del ser. En otras palabras, es el reinado de la superficialidad. Sabemos perfectamente que la edad de un individuo no determina su grado de madurez, el físico no siempre revela nuestra salud, el nivel de la formación no es señal de inteligencia y los símbolos de estatus no siempre denotan capacidad económica. En el papel, todo puede parecer ideal. Pero todos conocemos esa historia. Las cosas no suelen ser lo que aparentan ser. Las formas engañan. Nada es lo que parece.
La chica que evade las relaciones románticas, pero en su corazón lo que más desea es vivir un gran amor. El personaje tímido e insignificante que se convierte en un héroe en la adversidad. El hombre de éxito en busca de calor humano. La celebridad que desea tener una vida normal. El genio incomprendido desperdiciando sus talentos en un ambiente hostil. La mujer hermosa superando sus inseguridades. En fin. La lista se puede expandir indefinidamente. Todos desafiamos las etiquetas que nos impone la sociedad. Obviamente, sentimos que estas etiquetas no nos representan. Sin embargo, las usamos para juzgar a los demás. ¡Tremenda ironía!
El individuo es excepcional. No habita en cajas. Es especialmente complejo y contradictorio. La sociedad normalmente suma todos los datos de un perfil y le asigna un lugar a la persona en la escala social. Al parecer, los de más arriba valen más que los de más abajo. El que conduce un Mercedes vale más que el que va en bicicleta. El que viste Prada valen más que el que viste Gap. Pero dichas conclusiones son absurdas. ¿Qué nos dicen esos rasgos de la persona en sí? ¿Es la persona bondadosa? ¿Es leal? ¿Es solidaria? ¿Es paciente? ¿Es perseverante? ¿Hace lo correcto bajo presión? Lo que realmente define a la persona es su carácter. Lo que la persona elige ser en la cuerda floja, eso es. Mayor el peligro, mayor la revelación.
El carácter de una persona yace en su manera de enfrentarse a un destino. El camino que escoge. Los riesgos que asume. Sus respuestas personales a los dilemas que le representa la vida. ¿Escoge la solución fácil? ¿O escoge la vía de los valientes? ¿El dinero o la amistad? ¿La carrera o el amor? ¿El placer o el deber? ¿La mentira o la verdad? ¿El valor o el miedo? ¿La conveniencia o la nobleza? ¿La bondad o la soberbia? ¿La humildad o el orgullo? ¿La pastilla azul o la pastilla roja? ¿Quién es? Lo que elige ser. Lo que está dispuesto a sacrificar por el bien mayor.
El carácter es el fondo. La apariencia es la forma. Las personas más interesantes suelen tener perfiles que contradicen su carácter. Son las distintas capas de la persona. Sus dimensiones. Mayor la distancia entre la forma y el fondo, mayor la complejidad del individuo en cuestión. Es decir, estamos ante un personaje más rico. Ahora bien, si escogemos juzgar a la persona que tenemos a un lado por las caracterizaciones habituales en su perfil social, le estamos negando la posibilidad de mostrar su humanidad. Y nos estamos privando (trágicamente) el gran placer que puede llegar a ser conocerlo a profundidad. Desafortunadamente, con demasiada frecuencia, escogemos el espejismo. Y nos cerramos a la sustancia.
“Conócete a ti mismo”, nos dijeron los griegos. Evidentemente, no se referían a las etiquetas de una sociedad decadente. Trágico sería, si llegamos a creer en las farsas sociales. No somos lo que nos dicen que somos. Estamos hechos de materia invisible. Somos una sorpresa que rompe las convenciones. Somos algo nuevo. Somos un proceso. Somos lo que elegimos ser. El prejuicio ajeno no nos define. Nuestro carácter es nuestra esencia. No somos Clark Kent. Somos Superman.
Gustavo Godoy
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