Afortunadamente, soy lo suficientemente viejo como para recordar que también éramos unos cretinos antes de Internet. La misma cosa, diferente siglo. Los modelos de los autos han cambiado. Pero me temo que la naturaleza humana aún mantiene su vigencia. El chismorreo de la plaza simplemente se mudó a las redes sociales, pero es básicamente el mismo desastre. Hoy tenemos al joven vegetariano, sexualmente fluido y políticamente correcto, fingiendo una supuesta autenticidad con un selfie. En aquella época, teníamos al amigo pretencioso, a la abuela casamentera y a unos padres con ínfulas de grandeza que querían que uno fuera doctor para impresionar al vecino. Muchas sandeces tuvimos que soportar por parte de una ignorancia que parecía no tener límites. También, como ahora, existían los amores prohibidos, las metas imposibles y las tragedias insufribles. El Facebook no inventó el mal gusto. El Instagram no inventó la ridiculez. Y, ciertamente, el WhatsApp no inventó la obscenidad. Antes, también, éramos unos depravados.
Sin embargo, hay que reconocer lo evidente. Lo que vivimos de niños no nos preparó en lo absoluto para la vida que llevamos hoy. Esta vida es nueva. Los lugares son nuevos. Las creencias son nuevas. Y casi todo es nuevo. Lo único viejo son los recuerdos. Y, por supuesto, los deseos de ser feliz. La nostalgia nos acompaña. Pero también las ganas de vivir. Soñar siempre es costumbre.
Uno de niño pensó (equivocadamente) que la solución a la vida era imitar a los padres. Pero ese mundo que fue, ya no es. Anteriormente, había una serie de reglas. Cosas que uno debía seguir. Había una escala de valores que iban de mejor a peor. Ahora queda muy poco de eso. Ahora todo es relativo y subjetivo. En antaño, uno era lo que la sociedad decía que uno era. Ahora es distinto. En muchos sentidos, el mundo de antes era más sencillo. El meollo de la identidad era menos complicado. Hoy no hay jerarquías de nada. Nada es feo, nada es malo, nada es fijo. Uno es quien dice que es.
Todo está bien. Todo lo que hacemos está bien. Y lo que no hacemos también está bien. Se trata de algo que llamamos “aceptación”. Eso suena muy bonito, pero también implica que ya no tenemos una moralidad universal. Es decir, pocas cosas son las que realmente nos unen. Lo que predomina hoy son las tribus. Nuestra tribu siempre está en lo correcto. Nuestra tribu siempre es inocente. Lo malo son los demás. Lo malo es lo viejo, lo masculino y establecido. Las respuestas ya no yacen en la cultura. Las respuestas están en Youtube.
¿Qué hacer ante semejante situación? ¿Cómo encauzar una vida en la era de la aceptación? ¿A qué aspiramos si todos están bien ? ¿Quiénes somos si ya no hay puntos de referencia? El mundo de hoy es tan extraño que abruma. Todo es bueno. Todo es malo. Y todo el mundo parece estar molesto por alguien. Todos tienen su propia teoría de conspiración. Con frecuencia, lo que provoca es hacerse el loco. Un vinito, buena música, y apaguemos la luz. Silencio, por favor.
¿Qué hacer en medio de este complicado meollo? En este planeta de inmensa locura, yo diría que la solución es la pequeña acción valiente. Los pequeños heroísmos hacen la diferencia. Me refiero a vivir en afirmativo. A veces perdemos oportunidades por miedo a las heridas. Eso es malgastar la existencia. La pasividad en la vida debería ser evitada a toda costa. Debemos hacer que las cosas pasen. Dar el primer paso. Ver más allá de lo obvio. Tomar decisiones. Tener fe. Construir nuestro propio oasis de chocolates y flores. Darle un chance a los demás. Decir que sí. Entregarse a los momentos. Disfrutar con lentitud. Dejarse seducir. Y, sobre todo, ignorar los prejuicios.
Con frecuencia, se deja de vivir, porque caemos víctimas del sobreanalisis. Si la nostalgia pesa, más pesa extrañar lo que nunca sucedió. Nos olvidamos que las cosas se construyen. Los momentos se crean. Y los amores se provocan. Nada cae del cielo. La felicidad se siembra. Lo cotidiano se hace extraordinario. La perfección es un viejo prejuicio. Lo mejor de la vida es absurdo. Las cosas con alma están hechas de fe. En fin, a veces hay que despeinarse. Abrir el champán y dar el salto. Héroes del mundo en el arte de vivir.
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