domingo, 7 de agosto de 2022

Una carta a la distancia





Debo confesar que me gusta la idea de enviarle cartas a un amigo en tierras lejanas. Hablo de cartas en el sentido más antiguo. Hablo de cartas de papel. Escritas a mano. Colocadas en un sobre y enviadas con la ayuda de un mensajero. Al estilo del siglo XIX. Cartas como en los tiempos victorianos. Supongamos que tardan varias semanas en llegar a su destino. Y la respuesta tarda aún más tiempo en regresar. Eso significa que debo tomarme mi tiempo. Significa que debo resumirlo todo en una carta. No tendría más opción que pensar muy bien en el mensaje. Lo que ocurre es que el destinatario no sabría nada de mí en tiempo real. Mi carta siempre llegaría tarde. Siempre sería total y permanente. Escribir una carta así sería como escribirle al silencio. Sería algo serio e importante. Pienso que eso me obligaría a ser más sincero y profundo. Porque, en su momento, mi carta sería leída con toda la atención. En este mundo tan superficial, lamentablemente, escribir cartas es un arte perdido.

La nostalgia por las cartas, en realidad, no es nostalgia por las cartas. Creo que, en el fondo, es un deseo de intimidad. Pero no me refiero a la intimidad física. Me refiero a la intimidad espiritual. En el pasado, la comunicación a distancia requería tiempo. Era difícil. Lo que la convertía en un recurso limitado. Eso estimula la calidad en el mensaje. Entonces, se escribía con mayor reflexión, detalle y sentimiento. Debido a las limitaciones de antaño, una carta requería esfuerzo. Y el esfuerzo nos hace valorar las cosas.

La belleza de una carta radica en lo que representa. Es un pequeño símbolo. Nos recuerda que las letras son puentes de entendimiento que hacen de la distancia una ilusión. Las cartas son mágicas. Porque nos obligan a detenernos en el tiempo para mirar al otro con dedicación. El verdadero regalo es el regalo de nuestro tiempo. Tiempo y comprensión. Porque en cada uno de nosotros yace el deseo ancestral de ser observados con ojos amables.

En una carta, podemos contar nuestra historia. Podemos revelar nuestros deseos. Podemos admitir nuestros miedos. Podemos compartir nuestro dolor. En la presencia de unos ojos amables, somos libres de relatar nuestro mundo. Somos libres de explicar nuestros motivos. Somos libres de confesar nuestros secretos. Somos libres de describir al universo desde nuestra particularidad. En una carta, es posible la expresión sincera.

Las cartas no son para todo el mundo. Las cartas son personales. Hay un elemento de confidencialidad en una carta. Son pequeños universos de complicidad. No son para todo el mundo. Porque no todo el mundo tiene la generosidad de ver lo mejor en los demás. No todo mundo puede parar de juzgar. No todo el mundo es indulgente con el error ajeno.

Ya no enviamos cartas como antes. Es una pena. Me habría encantado enviarle cartas a mis amigos en tierras lejanas. Poder describir mi vida en letras. Leer sobre la vida de otros. Esperar semanas por la llegada de mi carta. Esperar semanas más por la llegada de la respuesta. Me imagino al destinatario sentado leyendo páginas escritas por mí. Con atención. Con interés. Con curiosidad. A la expectativa de saber más sobre mis aventuras. Tomando el papel para escribir una carta sobre él o ella. Escribir cartas es un arte perdido. Son reliquias de un mundo que ya no es. Ahora todo es rápido y conveniente. Lo extraño es que, a pesar de eso, nadie parece tener tiempo para los demás. Pienso que deberíamos comenzar a escribirnos cartas.

Gustavo Godoy

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