Ser hombre hoy en día es como tratar de armar un mueble de Ikea sin instrucciones. Te dan un montón de piezas, una llave Allen que nunca encuentras y un dibujo que parece haber sido hecho por un niño de tres años. Y encima, cada vez que crees que tienes una pieza en su lugar, resulta que hay otra más pequeña que debes poner dentro de esa.
Antes, ser hombre era más sencillo: te ponías un traje, salías de la casa a buscar el pan y luego lo ponías en la mesa. Ahora, tenemos que ser sensibles como un poeta, fuertes como un oso y comunicativos como un terapeuta. Y no solo eso, sino que también tenemos que reciclar, cambiar pañales y saber cocinar quinoa. ¡Es como si nos hubieran dado un manual de instrucciones para ser superhéroes, pero sin los poderes!
Y lo peor de todo es que, cuando finalmente logras ser el hombre perfecto, te das cuenta de que las reglas del juego han cambiado otra vez. Nada es suficiente. Y has perdido el derecho de crear tu propia identidad. Y si te quejas, eres un mariquita.
La solución de muchos ha sido la retirada. Lo que también está mal porque se te tilda de niño irresponsable y con miedo al compromiso. O sea, tienes razón, pero igual vas preso. Atrapado sin salida.
No importa lo bien que lo hagas, siempre hay alguien que te va a criticar. Si eres demasiado masculino, eres tóxico. Si eres demasiado femenino, eres raro. Si eres demasiado sensible, eres débil y te dejan por el chico malo. ¡Cada quien nos dice algo distinto! Nuestra madre tiene su opinión, nuestro crush otra, nuestra amiga una tercera y ni hablar de esa chica rara en internet, que parece vivir en otro planeta. ¡Es un laberinto!
Ahora, el debate sobre la identidad y la igualdad de género, en vez de ser un camino oscuro y confuso, debería ser como una taza de café: un momento de encuentro y entendimiento, donde podemos compartir nuestras perspectivas sin quemarnos ni congelarnos. Pero, lamentablemente, una cucharada de radicalismo y te queman la lengua. ¡Nadie quiere eso! Necesitamos un debate que sea como un buen café con leche: caliente, pero no incendiario; fuerte, pero con un toque de suavidad.
¿Qué quiero decir con esto? Que podemos hablar de identidad e igualdad sin que parezca que estamos en una guerra de trincheras. Podemos escucharnos, respetar nuestras diferencias y buscar puntos en común. Sin atropellar al otro. Al fin y al cabo, todos queremos vivir en un mundo donde nos traten con respeto y tengamos las mismas oportunidades. No dejemos que el debate lo secuestre una minoría radical.
Imagínate que la igualdad de género es como un rompecabezas. Cada uno de nosotros tiene una pieza, y juntos podemos armar el cuadro completo. Pero si empezamos a tirar las piezas por ahí, a gritar y a acusar, nunca vamos a terminar el rompecabezas. ¡Abajo los dogmas! Necesitamos trabajar juntos, con paciencia y respeto, para construir un mundo más justo y equitativo.
En otras palabras, lo importante es que podamos hablar de esto sin que nos tiren los tomates. Todos tenemos derecho a expresar nuestras opiniones, incluso si son un poco locas o contradictorias. Todos viajamos en el mismo barco, pero últimamente hemos decidido remar en direcciones opuestas, guiándonos por mapas dibujados por un mono borracho.
Gustavo Godoy
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