Hamlet
es probablemente la mejor pieza trágica del dramaturgo inglés William
Shakespeare y sin dudas uno de las más profundas e impactantes. La trama
trascurre en Dinamarca. El príncipe Hamlet recibe la visita del fantasma de su
fallecido padre (el rey) pidiéndole que lo vengue de su asesino. El supuesto
asesino del rey resultaría ser su propio hermano y tío del príncipe que no solo
se coronó como el nuevo rey, sino también se ha casado con la reina viuda, la
madre de Hamlet.
El
príncipe es un intelectual, un pensador. Debido a su formación protestante, el
príncipe no cree en el purgatorio, ni en los fantasmas, sin embargo vio uno con
sus propios ojos. No solo eso sino que también las afirmaciones del fantasma
podrían tener fundamento, sin mencionar terribles inclinaciones. Sumergido en
abstracciones, complejos pensamientos e intensos sentimientos, Hamlet solo ve
contradicciones, paradojas e inconsistencias en la realidad que percibe. Ensimismado,
la línea entre lo real y lo imaginario se va perdiendo paulatinamente en su
interior. Duda y se pregunta: ¿Ser o no ser?
La
obra termina en muerte. Al final, Hamlet nunca toma una decisión. Congelado
debido a tanta intelectualidad, nunca actuó. Hamlet fue la víctima encadenada
de su propia mente.
Hoy, en la literatura y muchas veces en la
realidad, el personaje del escritor típico presenta características en cierto
modo muy similares a las de un Hamlet. El excéntrico y solitario escritor,
entusiasta consumidor de tabaco,
alcohol, drogas y café, inevitablemente
asociado con la locura, la depresión y lo prohibido, de vida bohemia y opuesta
a los valores burgueses, siempre está en quiebra económica por dedicarse
exclusamente a su trabajo intelectual y artístico. Aunque la sociedad
generalmente lo cree el portador de poderes sobrenaturales y una percepción
superhumana, lo margina y rara vez lo comprende.
El
escritor, al igual que otros aristócratas del espíritu, es el temerario creador
de un mundo original. Para muchos, el peso de jugar a ser uno entre los dioses es muy grande. Muchos, por la
culpa, por las dudas, por tanta
responsabilidad o tanta libertad, convierten sus vidas en un infierno. Ernest
Hemingway, Virginia Woolf, Edgar Allan Poe, y Jack London se refugiaron en el
suicido anhelando consuelo eterno. Entre
los escritores, músicos, artistas e intelectuales, cuando su interior se
vuelve demasiado oscuro y melancólico, es porque esa rica subjetividad que les
permite crear maravillas se ha transformado en un doloroso divorcio entre el
alma y la realidad.
La
salida del infierno interior es abrirse al mundo exterior. Salir de la reclusión permanente y construir puentes
entre el ser y la circunstancia externa. Los escritores pueden hacer mucho bien
al mundo si comparten sus ideas y sus opiniones
participando en la esfera pública para buscar el mejoramiento de las
cosas.
El
rol público del escritor consiste en despertar consciencias y difundir modos
distintos de pensar y actuar como una contribución al cambio social. El
escritor público debe ser un intelectual que se dedica al estudio crítico de la
sociedad. Un individuo de ideas, leal solo a su propia conciencia, critico de
los poderosos y poseedor de una visión alternativa de la realidad. No debe ser un erudito, su interés debe
ser la
actualidad; no un académico, sino periodístico. El interés está
en desenmascarar los mecanismos ocultos
utilizados por las élites, cuestionar las falsas suposiciones colectivas y
develar los defectos de la sociedad. La
misión es participar en una contienda a muerte contra los mitos, los dogmas,
las supersticiones y las farsas sociales.
Más
allá del valor estético que pueda tener la obra de los escritores, estos
hombres y mujeres de letras tienen el deber moral de fomentar la reflexión
crítica. El amor por el arte puede perfectamente acompañarse con la noble tarea
de educar a la población, fomentar polémicas, ridiculizar los prejuicios,
proponer debates y explicar ciertos fenómenos. Una palabra bien escrita tiene
el poder de cambiar al mundo.
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