Ya había pasado cierto tiempo y él ya se estaba acostumbrando a la soledad. Empezaba a olvidar como era una vida en pareja. El pasado le trajo lindos momentos, pero también infortunados desenlaces. La soledad, a pesar de que era algo fría, era tranquila y libre de complicaciones. Hacia lo que quería y quería lo que hacía. La libertad del hombre soltero le permitía tener su espacio y mucho tiempo libre para poder escribir en paz. Él era poeta o por lo menos tenía espíritu de poeta. En pareja sus opciones eran mucho más restringidas. Algo que recordaba a menudo mientras en su mente enumeraba orgullosamente las abundantes ventajas de su pacífico estado sentimental actual.
Ella después de varios amargos amoríos escogió la soltería como una defensa permanente ante los problemas que con demasiada frecuencia para ella le había traído el amor. Ella ya se estaba acostumbrada a estar sola. La soledad, aunque un poco fría, le parecía mucho más la tranquila y segura que el campo minado de los amoríos. Ella era artista o por lo menos tenía espíritu de artista. Debido a sus fracasos anteriores perdió la fe en los hombres. Y de alguna manera, la fe en sí misma en materia de romances. Tomó la decisión de pensar que esas antiguas decepciones tenían culpables. Dependiendo de su ánimo en algunos momentos los culpables eran los demás pero en otros dudaba. Y secretamente pensaba que tal vez los culpables habitaban en ella. Por eso escogió vivir sola y tratar en lo posible evadir todos los pensamientos alrededor del amor. Era algo complicado y doloroso. La evasión le resultaba mucho más fácil. Y a su manera tenía razón.
Para ambos esta especie de voto de soltería autoimpuesto, los frenaba. Ellos se conocían. Eran amigos. En realidad, eran más que amigos pero al mismo tiempo algo menos que amigos. Se trataban muy formalmente. En sus encuentros accidentales, su trato manifestaba una cortesía tan exagerada que se tornaba sospechosa. Era una distancia que en el fondo enviaba un mensaje, un mensaje que solo ellos comprendían. Normalmente era así hasta que se cruzaban sus miradas. En aquel momento, todo cambiaba. Por un instante todo se reducía a nada. De repente, el pasado desaparecía por completo. Y el futuro no importaba más. Lo único que quedaba era el eterno instante. El cálido y dulce destello de sus ojos, con algo de timidez, con algo de picardía. Y por supuesto sus sonrisas, tan tiernas y libres como mariposas en el viento. Era un poco las diferencias. Era un poco las coincidencias. Era un poco lo fácil que podría resultar. Era un poco lo difícil que podría llegar a ser. Pero eso pasaba fugazmente. No duraba mucho. Luego de un par de segundos , se desvanecía. Al rato, todo volvía a la normalidad. Y la formalidad y la cortesía retornaban como dos pesados grilletes.
Ese era su secreto. No era mucho, pero era mucho. Era amor o por lo menos un tipo de amor. No se pedían nada. Con saber que el otro existía les bastaba. El y ella eran dos solitarios separados por la distancia y los fantasmas del pasado que compartían una inusual pero linda historia de amor. Así de simple. Así de mágico. Es que el amor nunca es sobre el otro. El amor es principalmente sobre uno. Es sobre vencer los demonios internos que habitan ocultos dentro de nosotros y construyen grandes muros difíciles de derrumbar. Para triunfar en los espinosos senderos del amor, hay que luchar en contra de gigantes: La duda, el miedo, el orgullo y los prejuicios.
Gustavo Godoy
Articulo publicado por El diario El Tiempo el viernes 08 de Abril 2016
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