Normalmente,
las civilizaciones son sistemas de organización humana muy inestables. Por lo
general, tienden a morir con relativa facilidad. La creencia moderna del
perpetuo avance de la civilización es una falsedad que carece de toda prueba
histórica. Este mito se desarrolló después de la revolución industrial como una
herramienta para el autoengaño y para justificar nuestros destructivos delirios
de grandeza.
El escritor inglés
Edward Gibbon en su muy debatido libro “El
decline y la caída del Imperio Romano “ expuso
una tesis muy interesante sobre la caída
del Imperio Romano. En resumen, él dijo que el declive moral del ciudadano romano promedio fue la causa
principal de la caída del Imperio.
Es
paradójico, que la civilización misma crea las condiciones para su propia destrucción. Paulatinamente, los avances sociales, técnicos
y materiales debilitaron moralmente a los
miembros del sistema. El
ciudadano romano perdió gradualmente ese
civismo que lo categorizo inicialmente.
El colapso del Imperio se debió al descuido de los mismos romanos. Una
vez que el ciudadano romano como individuo comenzó a extraer más del sistema de
lo que este aportaba al mismo era
cuestión de tiempo para que el conjunto se desquebrajara. Debido al consumo
exagerado y la poca producción real, el Imperio se volvió una estructura
inviable que se cayó por su propio peso.
En contra de todo propositico de las masas, aunque inconcebible para la
época, el antiguo Imperio Romano, después de siglos de existencia, se derrumbó
debido a sus propias fallas internas.
A lo largo
de la historia, muchas civilizaciones
también han desaparecido. Por ejemplo, los
mayas de Mesoamérica, las antiguos habitantes de la isla de Pascua, los Anasazi
de la Norteamérica precolombina, y la Groenlandia noruega, entre muchas otras,
representan civilizaciones que han nacido, crecido, florecido y luego colapsado
como resultado de su propia estupidez. En realidad, aunque parezca sorprendente
este es un fenómeno muy frecuencia. Son muchas las civilizaciones que
han colapsado a través de la historia debido a razones similares. Parece ser
más la norma que la excepción.
El sistema actual no es otra cosa que un gigantesco tren desenfrenado aproximándose
al abismo. Las señales de alerta del
desastre están en todos lados. El planeta mismo está enfermando con síntomas
muy palpables debido a nuestro descuido.
En la antigua Roma, surgieron innumerables movimientos
filosóficos y religiosos que cuestionaron la vigencia de los valores dominantes
que imponía Roma, entre ellos, por ejemplo, el cristianismo primitivo. Estos
grupos proponían una reforma.
Lamentablemente, no fueron escuchados. Muchos de ellos escogieron el exilo.
Escapaban al desierto o a las montañas asqueados de la corrupción de un Imperio
en decadencia y cercano a una caída inminente. La mayoría se negó a ver la
hecatombe que se avecinaba.
A pesar de
que seguimos fielmente los mismos patrones de una civilización en rumbo a la
debacle, debemos confiar en la nobleza y la inteligencia de la gente. Aún
podemos corregir los errores cometidos. Es cuestión de que la humanidad tome
conciencia de su propia condición ignominiosa.
La verdadera civilización coloca al ser humano en el centro
y lo empodera para que desarrolle sus
facultades. Por lo contrario, la civilización actual carece de una orientación
adecuada y todo anuncia un colapso en el futuro. No hay que ser un genio para saber que muchas cosas no marchan
bien. Por todo el planeta se
puede percibir esta incomoda verdad que
la mayoría de las veces la negamos y la escondemos como si se tratase de una penosa enfermedad. Todavía el miedo, la
pereza, el orgullo, y la ignorancia nos empañan los ojos. El sistema actual
debe ser transformado urgentemente. Esto es obvio. Hay que
comenzar de nuevo y retomar el camino de la sensatez.
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