Hermann Hesse es uno de esos
grandes escritores que injustamente han sido tildados, despectivamente, por algunos críticos como una lectora solo
para adolescentes. Eso probablemente se
debe a ciertos prejuicios que deambulan persistentemente en el mundo literario,
sobre todo entre los más puritanos. Dicen algunos autores, como Vladimir Nabokov,
por ejemplo, que la tendencia a identificarse con un personaje literario y
extraer de una pieza de ficción narrativa algún tipo de técnica para vivir es
una actitud pueril. Se debe leer con distancia y buscando exclusivamente el
placer estético propio del arte. Según esta postura, la vida “real” es la única
escuela. El arte no enseña nada sobre la vida. Yo comparto en parte esta
corriente. Sí, tiene algo de validez. Sin embargo, no deja de tener sus excesos
y exageraciones. Encuentro más sabiduría en una posición intermedia, en la moderación
del punto medio. Porque existen obras
que parecen estar escritas para uno y sobre uno. La identificación es inevitable.
Como inevitable es extraer lecciones prácticas
que nos orienten, como lo haría un paciente mentor. Hay obras que a pesar de
lo que podrían argumentar algunos expertos y eruditos se aferran al corazón, eternamente. Nos guían
y hablan directamente. Afectan de modos muy concretos nuestro modo de vivir la vida. Hesse
es eso, un compañero, un amigo y un apoyo para los que nacimos con almas
solitarias.
Las historias de Hesse contienen más reflexiones que acciones. En otros autores, tal vez la mayoría, las
ideas ocupan un rol secundario. La acción predomina. Sin embargo, en la obra de Hesse las ideas son la estrella. El escritor explora el
problema de la identidad personal. Desentraña lo esencial en el hombre. No
describe paisajes ni grandes batallas. Su mirada yace en lo interno del individuo
romántico e incomprendido en su apasionado
conflicto con un entorno que lo aísla despiadadamente. Sus personajes buscan superar las disonancias
entre la inteligencia, el espíritu, la sociedad, el sentimiento, la razón y la paz interior. La meta es armonizar al ser
humano con la totalidad.
Hermann Hesse nació en Calw, pueblito alemán de la Selva Negra cerca
de Sttutgart, el 2 de julio de 1877. Creció en un hogar sumamente religioso,
hijo de un misionero. Pero su temperamento desde muy temprana edad rechazó ese
tipo de educación. Su verdadera vocación estaba en la literatura. Desde joven, Hesse
quiso ser escritor. En 1914, después de
un viaje por el sureste asiático en búsqueda de espiritualidad, se radicó en Montagnola,
Suiza para vivir como un ermitaño y escribir. En vida, reconoció la influencia
de Platón, Spinoza, Schopenhauer, y Nietzsche.
Pero sobre todo la influencia de las religiones orientales. Sus
libros más conocidos son Demian, Siddhartha y El lobo estepario. Alcanzó la
fama en Alemania, sin embargo el reconocimiento mundial lo obtuvo mucho más
tarde. A mediados de los sesenta, Occidente
redescubrió al escritor. La juventud. Los hippies, los solitarios, los
rebeldes, los marginados, los incomprendidos y los soberbios de este mundo encontraron en el ermitaño de Montagnola
un gurú.
Hesse es un autor que siempre retorna. Aparece y reaparece cada
cierto tiempo. Es un autor ignorado por muchos. Amado por muchos más. Para mí,
es alguien muy cercano. Ha estado ahí cuando más lo he necesitado. Y sé que siempre estará ahí en el
momento más oportuno. Por mucho que me porfié Nabokov, no lo puedo evitar.
Debo admitirlo. Y, sí, tal vez sea un
eterno adolecente, un inmaduro. Pero cada
vez que leo El lobo estepario, lo siento
en lo más profundo de mi ser. Yo soy el lobo estepario. Esa
novela es sobre mí.
Gustavo Godoy
Artículo publicado en El diario El Tiempo ( Valera, Venezuela) y en varios medios alternativos en diferentes países del mundo el Viernes 12 de Enero 2018 en la Columna Entre libros y montañas
ver blog: www.entrelibrosymontanas.blogspot.com
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