Un día, sin ninguna razón en
particular, decidió viajar hacia rutas salvajes. Decidió caminar sin rumbo
fijo por un sendero solo transitado por locos, rebeldes y vagabundos. Hastiado de lo artificial, zarpó
en busca de pureza. En el mundo, solo
encontró mezquindad y vacío. Entonces, abandono lo cómodo y sensato. Sin posesiones
o prejuicios, adopto la vía como su hogar y la libertad como su bandera. Decidió perderse. Partió para escapar de la falsedad y lo absurdo
de la sociedad hacia los
territorios inhóspitos de su propia alma.
Con cada paso, se acercaba
más hacia los valores de la decadencia. Detestaba lo burgués. Su apariencia era cada vez más desaliñada. Se dejó la barba
rala y el cabello largo. Y rara vez tomaba un baño. No trabajaba. No
estudiaba. No atendía ninguna iglesia. No sentía interés por iniciar una
familia. Su templo era la música, el arte y la fantasía. Llevaba una vida disipada y bohemia en una galaxia
de libros, tabaco y vino. Le atraía lo prohibido, lo oscuro. Siempre se enamoraba de la menos indicada. Y
siempre buscaba estar entre malas compañías: poetas, artistas, marginados y
soñadores. Leía a Nietzsche, a Schopenhauer, a Hesse, a Lord Byron, a Cioran y a Rilke mientras escuchaba Rock y Jazz. Se inclinaba un poco al Budismo y al Taoísmo,
pero nada grave. Practicaba una espiritualidad,
sin dogmas y sin dioses. Amaba la vida, la belleza, el amor. Era joven ,a pesar
de los años.
Habitaba el país de la autodestrucción y la recreación constante, impulsado
por una subjetividad que a veces lo hacía feliz y otras veces lo deprimía. Su
vida estaba llena de contradicciones, fallas y verdad. Abandono la lucha por la
perfección y aceptó ser imperfecto. Sentía un profundo rechazo por lo cotidiano y lo práctico. En su interior se daba una
pelea eterna entre los demonios de la realidad y los del alma. Tenia todo: tristeza,
felicidad, paz, rabia, calma, tormento, superficialidad y profundidad.
Su comportamiento tan irracional e imprudente escandalizaba
a sus familiares y amigos. Buscaban sanarlo, curarlo. Lo creían loco. Lo consideraban confundido y
desorientado botando su futuro sin
sentido alguno. Lo trataban como un inadaptado y un extremista. Ellos deseaban
que fuera normal. Él había experimentado
la normalidad, y no deseaba volver. No quería eso. Quería equivocarse. Quería
irse de lugar. Quería escapar y construir un mundo según sus propias reglas, un
mundo más parecido a él. Más que la normalidad, quería el fuego de lo auténtico.
Él estaba consciente que su conducta molestaba y preocupaba a mucha
gente. Pero también estaba perfectamente consciente que eso le importaba un bledo. El precio de la libertad y del
autodescubrimiento es la soledad y la incomprensión. No era que no le gústase
la gente. Era simplemente que se sentía menos solo en la soledad. Era que la
existencia en soledad le resultaba más
grande, más hermosa. Era simplemente que viviendo más allá del mundo de los
hombres, cada pequeña vivencia se tornaba en una aventura extraordinaria. Así lo veía él, a pesar que nadie podía entender
en lo que andaba. Hay algunas realidades que solo son comprendidas por sus
creadores. Para los demás, son un gran misterio.
La vida no es una carrera de logros y premios sino un tiempo que debe ser vivido y sufrido, con sus cielos e infiernos.
Le llamaban loco, pero prefería eso a
encontrarse con la muerte y tener que
confesar que jamás había vivido. Era vivir o morir en el intento. Pasión o nada.
Lo que ocurre es que existen algunos seres que, a pesar de estar más
seguros en el suelo, realmente nacieron para volar. Así son los extraños, los raros, los
diferentes, las ovejas negras, los patitos feos. Así son los locos de este mundo.
Gustavo Godoy
Ver blog: www.entrelibrosymontanas.blogspot.com
Artículo publicado por El diario El Tiempo ( Valera, Venezuela) el viernes 10 de Junio 2016 en la Columna Entre libros y montañas
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