domingo, 9 de octubre de 2022

¿Es posible andar por la vida sin un amigo como Sancho Panza?



El alma siempre anhela contacto. Esto es verdad tanto para el solitario como para el acompañado. No hay escape. Estamos condenados al encuentro. El ser requiere de lo otro. Habitamos en un contexto. Somos un yo envuelto en una circunstancia. La soledad absoluta es un imposible. Para bien o para mal, la compañía define nuestra existencia. ¿Quiénes son nuestros compañeros?

En Don Quijote y Sancho Panza, tenemos un modelo muy bonito de amistad. Se trata de una pareja sumamente muy dispareja. Sin embargo, el respeto que se tienen es admirable. Conversan, discuten y pelean. Pero siempre se reconcilian. ¿Por qué? Porque las diferencias no impiden el afecto, la lealtad y la cortesía. Los amigos se escuchan mutuamente. Lo que es extraordinario. Los dos amigos son muy buenos oídos. Ambos aprenden escuchándose. Y ambos son mejores después de escuchar al otro. Escuchar los cambia.

¿Quién nos escucha? Me refiero al escuchar con atención y expectativa. Muchos nos ven. Muchos nos catalogan. Muchos nos necesitan. Muchos nos usan para pasar un rato. Pero el gesto de escuchar desencadena una relación mucho más profunda. Si los oyentes son sinceros, comprensivos, tolerantes y generosos, esa unión nos transforma.

Mostramos una cara y ocultamos las otras para que los demás nos acepten. Pero eso es estar solo en compañía. Cuando alguien nos descubre un defecto y nos ve con unos ojos sin amor, la primera reacción es el rechazo. En el mejor de los casos, la persona, en vez de rechazo, justificándose en un falso sentido de bondad, buscará corregir nuestras maneras. Unos ojos llenos de amor, por el contrario, reducen nuestros defectos a graciosas muestras de humanidad del mismo modo que las insensateces de Don Quijote nos hacen reír. Cuando hay cariño, en lugar de un sermón, recibimos un abrazo. Cuando hay afecto, en vez de una huida, nos regalan un oído.

La soledad física no es sinónimo de soledad existencial. De hecho, hay soledades repletas de compañías. O sea, no todas las soledades son tristes y desoladas. Uno puede irse de aventuras sin un Sancho Panza, pero se requiere de mucha imaginación. Entiéndase imaginación como la costumbre de darle más peso a nuestros pensamientos que a los pensamientos de los demás. Este es el triunfo de nuestra subjetividad. 

¿Cómo vivir sin un Sancho Panza? En primer lugar, hay que aprender a encontrar placer en cosas inanimadas. Me refiero a encontrar placer en un libro, en una montaña, en un paisaje, en una película, en una canción o en una comida. En otras palabras, me refiero al placer de la contemplación: El arte, la naturaleza, la reflexión…

En segundo lugar, es necesario tener la capacidad de hablar con uno mismo al estilo de un loco de plaza. Y eso debe incluir el curioso hábito de la autoalabanza. O sea, como en el caso de Don Quijote, las glorias deben darse por autoglorificación. Y, como en el caso de Hamlet, a Sancho Panza hay que sustituirlo con un monólogo interior. La soledad, entonces, debe interpretarse como un paraíso de tranquilidad y libertad que llega al héroe como un premio por su gran corazón. En este esquema, el infierno no es la soledad, sino la compañía de los incomprensivos que no escuchan. No todos son tan buenos amigos como Sancho Panza. Entonces, debemos convertirnos en nuestro propio Sancho. 

Muchos no quieren nuestra compañía, porque nos consideran indeseables. La sociedad gregaria es selectiva y jerárquica. Lo que convierte al hombre solitario en el más indeseable de todos. Sin embargo, esto es, indudablemente, una exageración. No toda soledad es el resultado de un rechazo colectivo. En muchos casos, la soledad se escoge por placer o conveniencia. Si la compañía no satisface, no hay compañía más dulce que la soledad. Podemos ser Don Quijote y Sancho Panza al mismo tiempo. 

Ahora bien, no hay que vivir mucho para saber que el carácter subjetivo de la vida es lo que le da su color a la realidad. Por encima de todo, somos individuos que piensan. Nuestros auténticos compañeros son nuestros propios pensamientos.

 Gustavo Godoy




domingo, 2 de octubre de 2022

Las pequeñas cosas

 



Todo gira en torno al dinero. Pero de un dinero que no es un medio, sino de un dinero que es un fin. Ya está resultando obvio que el dinero no es un simple pedazo de papel que usamos para adquirir cosas. El dinero también emite un fuerte mensaje simbólico. En este lenguaje misterioso, el dinero es éxito. De hecho, se suele gastar mucho dinero para demostrarle a los demás que se tiene dinero. Me refiero, por supuesto, al dinero como signo.

En una sociedad burguesa, el reconocimiento social se obtiene mediante la ostentación. O sea, para pertenecer al club, hay que pagar la suscripción. Mejor dicho, para parecer rico, hay que adoptar el patrón de consumo de los ricos. Eso normalmente implica vivir en una ciudad de ricos. Poseer un inmueble en el mismo lugar que los ricos. Manejar un automóvil de ricos. Vestir como los ricos. Y socializar con los ricos. Aquí no estamos hablando de las posibilidades materiales. Aquí estamos hablando de las posibilidades sociales. Claro que estas posibilidades sociales exigen de cierto financiamiento. El dinero te permite comprar cosas. Sin embargo, la ostentación de ese dinero te da el respeto y la admiración de los demás. En el ámbito social, no es suficiente con únicamente tener dinero en el bolsillo. La gente debe pensar que tienes dinero en el bolsillo. De lo contrario, su poder simbólico se pierde.  

Ahora bien, no todos cuentan con una aptitud para la ostentación material. Y eso se puede deber a varias razones. Primero. Nuestro círculo social ya conoce perfectamente nuestra situación económica. Y ya no se requiere realizar gastos innecesarios para impresionar a los demás. Segundo. Tenemos el caso de los bohemios, excéntricos y ermitaños que, en su rechazo a los valores burgueses, adoptan un estilo de vida alternativo. O sea, no quieren pertenecer a ese club. En ambos casos, tenemos un distanciamiento social y un cambio de valores. El dinero deja de ser un trofeo. El respeto y la admiración de los demás se logra de otra manera.  

La educación siempre ha sido uno de los rivales más interesantes al culto del dinero. O sea, la distinción por conducta y la cultura como valor supremo. En este escenario, el dinero deja de ser un agente social. Y se convierte en un agente de libertad. En el trayecto, al perder su protagonismo, el dinero se vuelve invisible. El valor monetario de las cosas ya no es tan relevante. Y el valor cultural de las cosas surge como el elemento básico del encuentro social. No es tener. No es hacer. Ahora es ser. Porque la vida, entonces, se transforma en una contemplación. El gran disfrute no es mostrar. El gran disfrute es experimentar.

El disfrutar de la experiencia exige una búsqueda constante por la calidad y una gran pasión por los detalles. Un estilo de vida centrado en vivir el momento necesita de almas curiosas, observadoras y abiertas. El ritmo es diferente. Hay que ver, oír, oler, tocar, degustar y saborear. Se requiere tiempo. Se requiere lentitud. Se requiere calma. Se requiere silencio. Y se requiere moderación. Para vivir en el placer de las pequeñas cosas, se requiere cultivar la sensibilidad.

El valor de una comida va más allá de su precio. El valor de un libro no aparece en la portada. El valor de la música no se puede cuantificar en dólares. La educación te desarrolla el gusto. Porque la calidad sigue ciertos criterios. Sigue cierta tradición. Y, para formar parte de esta sociedad secreta, se necesita de tiempo, experiencia y espíritu. Esto no es para cualquiera. Y el dinero no te puede comprar la entrada de admisión. Porque hay intangibles que no se pueden transferir. Estamos hablando de una sociedad secreta, con un lenguaje secreto y miembros anónimos, que se ve obligada a existir en un mundo burgués. El mundo es el mismo. La frecuencia es otra.


 Gustavo Godoy