sábado, 26 de junio de 2021

El país invisible de los exiliados

 


Para nadie es un secreto que la “hipergamia” es algo usual. Casi nadie lo quiere confesar. Pero la experiencia nos ha demostrado, de una u otra manera, que la gente mira hacia arriba en la escala social. La persona promedio busca una pareja de un estatus superior al propio. No mencionaré aquí cuál de los géneros es más propenso a esta práctica ancestral. Pero asumo que el lector cuenta con los suficientes años como para sacar por propia estadística. Lo cierto es que esa afición, en gran medida, dicta nuestras dinámicas sociales. Por un lado, eso podría explicar el gran misterio de la vida amorosa del soltero. ¿Por qué no somos correspondidos por la persona que nos gusta? Y, ¿por qué no nos gustan las personas que atraemos? He ahí la explicación. Es la costumbre de la hipergamia. Mi intención aquí no es escribir un tratado sobre los dilemas del amor. Pero considero que el impulso de buscar pareja de esa forma sí marca la vida de muchos en más de un aspecto. Con frecuencia, jugamos al pavo real para ganar la atención de la sociedad. De pronto, todo el mundo nos juzga en esos términos. ¿Qué hacemos? ¿Dónde vivimos? ¿Qué automóvil ostentamos? Esas son las plumas del hombre moderno. Son los símbolos reconocidos de estatus. La mayoría se encuentra trabajando en eso. Confundiendo la aprobación social por valía. No me refiero al ganarse el pan de cada día. Pero me refiero a la interminable carrera de querer llegar a la cima comparativa. Curiosamente, mucha gente definitivamente sí tiene éxito en esta empresa tan popular. Por supuesto que sí hay gente que logra conquistar los mejores partidos. Sin embargo, hay otros que fracasamos épicamente. Obviamente, no carecemos de talentos, ni de encantos. Técnicamente, poseemos todos los atributos necesarios. Ahora bien, el asunto es que, por alguna razón, carecemos de determinación. O sea, somos muy flojos para destacar en el teatro social. Exceso de sensibilidad, falta de vitamina C, o una torpeza innata. No sé. Pero indudablemente que hay gente que no sabe venderse. No por falta de producto. Repito. Es básicamente por flojera. Bueno, lo cierto es que toma mucho tiempo y energía escalar el Everest social con algo de efectividad. Yo diría que uno vive en una distracción eterna. Eso naturalmente inhibe nuestra capacidad de adaptación. Y, con el tiempo, la rareza se instala para quedarse. En consecuencia, la sociedad tiene problemas en leer nuestra extraña individualidad. No encajamos, porque desafiamos las categorías típicas de un sistema bastante interpersonal. Ante las dudas, normalmente se nos designa (al menos provisionalmente) un rango más bajo del que merecemos. Entonces, somos desechados por peculiares. Mi propuesta es que esto es totalmente injusto. Estos “exiliados” del mundo no están cortos de vitalidad. Mejor dicho, no estamos cortos de vitalidad. Cierto que mientras todos están en lo que están, uno está leyendo un libro. Actividad sin mucha utilidad práctica. Mientras la gente de éxito está haciendo “networking”, uno está cultivando una finura espiritual. Se podría decir que el valor agregado de este grupo de inadaptados está en la cultura. Porque si algo nos enseña el estar al margen de la sociedad, es el criticar. ¿Puede la queja salvar al mundo? No lo creo. Pero no podemos olvidar que el gusto es una forma benigna de queja. Después de todo, para que a uno le guste algo, debe no gustarle algo más. Por ende, el crítico ayuda a preservar la belleza en el mundo. Esa es una tarea perfecta para el ocioso y apartado: La crítica cultural. En otras palabras, la riqueza de opiniones. Pese al consenso del hombre común, un catador de la vida es de una utilidad infinita. ¿Qué libro debemos leer este verano? ¿Dónde se puede comprar un buen vino en esta ciudad? ¿Cuál es la mejor película de Fellini? ¿Un lugar secreto para una cena romántica? ¿Un concierto especial? ¿Cómo se baila el tango? ¿Café? La habilidad de conversar y conversar, de todo y sobre todo, indefinidamente, no es un comodín que se puede comprar en el quiosco de la esquina. No sabría decir si esto rivaliza con un doctor, un abogado o un banquero. Es posible que un paseo en un Mercedes del año pueda llegar a ser igual de gratificante. Pero, sin lugar a dudas, la cultura es algo que se suele subestimar. Lamentable accidente del mundo moderno. Desafortunadamente, ya no se valora la vida bohemia. ¿Qué significa ser un catador de la vida? Significa una búsqueda constante por la calidad. Calidad en la obra de los hombres. Implica hacer juicios de valor. Requiere detenerse, observar y valorar. Una vida de experimentación y amor por los detalles. Esto convierte al sujeto en el centro de su propio mundo. Lo que profundiza su rareza y lo aparta del sistema de selección tradicional aún más. La biología es brutal y despedida. Pero el exilio es un destino que en algunos casos no es opcional. El exilio es un país invisible. Solo un exiliado reconoce a otro. Es una banda clandestina que habita dentro del mundo normal. Es un submundo. Bello, apasionado e indomable. Repleto de exiliados. Quejones, criticones, tercos, e incomprendidos. Inadaptados sin muchas perspectivas. Pero grandes enamorados de la vida. Los hijos predilectos de la sensibilidad.



Gustavo Godoy

sábado, 19 de junio de 2021

El deseo de un héroe

 


La fuerza que nos mueve por la vida es el deseo. Todos queremos algo. Y nuestra historia vital es lo que hacemos para conseguirlo. Por alguna razón, nunca estamos satisfechos del todo. Siempre hay una carencia. Un anhelo. Esa búsqueda nos define y determina nuestro carácter. Pero, ¿qué es aquello que tanto queremos? Queremos muchas cosas y lo hacemos de manera muy personal. Lo que complica bastante el tema, porque es difícil encontrar un deseo universal. Tendríamos que indagar muy fondo. Tendríamos que explorar la naturaleza humana en su esencia. ¿Cuál es nuestro deseo más elemental? El deseo de grandeza. La frase “deseo de grandeza” es obviamente una reducción. Sin embargo, nos ayuda a encontrar claridad. Deseamos ser grandes. Queremos ser importantes. Anhelamos pertenecer. Ser apreciados. Ser relevantes. Queridos. Amados. Validados. Reconocidos. Significantes. En perfecta unión con el todo. Transcendencia. Se nos va la vida buscando estos momentos de eternidad. Me refiero a aquellos instantes que despiertan ese íntimo y divino sentimiento de grandeza en nosotros. La plenitud del ser. Aquí es cuando el asunto se complica. Porque es diferente para cada quien. Para algunos, es ganar la medalla de oro en las Olimpiadas. El premio Nobel para otros. La espiritualidad total para el místico. No sé. El amor de la familia para la persona familiar. El dinero para el hombre de dinero. La fama para muchos. Un arte. Una creencia. Ser parte de una causa. La lectura de un buen libro. Un sabor. Una estética. Los aplausos del público. Un espacio tranquilo. Un recuerdo. Sabiduría, cultura, o libertad. Un talento. Una ideal. Una virtud. El poder. O la violencia. Tal vez, la ausencia de ansiedad. Es la fuerza que nos impulsa por la vida. Tenemos el deseo. Y tenemos el obstáculo. El deseo nos mueve. El obstáculo nos golpea. Motivación y desafío. Mayor el deseo, mayor el obstáculo. El querer siempre implica un riesgo. Exige un sacrificio. ¿Qué tanto queremos lo que queremos? ¿Qué tan lejos vamos a llegar para obtener lo deseado? El héroe debe estar dispuesto a colocarse en una situación de peligro para lograr su cometido. Las pasiones no vienen gratis. Tienen un costo. ¿Quieres una familia? ¿Quieres un hijo? ¿Una carrera? ¿Triunfar? ¿Fama? ¿Dinero? ¿Felicidad? ¿Ayudar al prójimo? Bueno, hay que ponerse a trabajar. Si la vida te golpea, sigue adelante. Lo que puede parecer duro es simplemente una gran historia que aún no ha terminado. La resistencia es inevitable en el proceso de vivir. A menudo queremos algo, pero, en el fondo, queremos otra cosa. Es decir, lo que pensamos que queremos rara vez resulta ser lo que realmente queremos. Como en la ficción, nuestra vida también suele seguir una trama superficial y una trama profunda. Se trata del deseo consciente, por un lado. Y el deseo inconsciente, por el otro. Lo que creemos desear y lo que en realidad necesitamos para llegar a la grandeza. Existe una historia que nos contamos a nosotros mismos. Una vieja herida del pasado que nos marca y nos limita. No nos deja ser. Por alguna razón, nos hace pensar que no somos suficientes. Una especie de pecado original que nos ha condenado la vida. De pronto, pensamos que somos la decepción de nuestros padres por no vivir a la altura de sus expectativas. De pronto, obtuvimos la felicidad por un instante y al poco tiempo lo perdimos todo. De pronto, nos rechazaron. Perdimos en muchas ocasiones. Nos sentimos un fracaso o un fraude. Y luego surge el relato interno de una persona abatida que mucho lo intentó, pero no pudo. Pudimos ser el héroe. Pero no lo somos. Bruno Díaz perdió a sus padres de niño en un robo callejero. Escogió la vida de un enmascarado que sale por las noches a luchar contra el crimen. Se convirtió en Batman para vengar a sus padres. ¿Venganza o justicia? Difícil decirlo. Su vida es dura. Pero en un sentido es bastante sencilla. Su trabajo es combatir al villano de turno. Así de simple. Ese es claramente su deseo consciente. Ahora bien, ¿es eso lo que realmente quiere? ¿Cuál es su deseo inconsciente? ¿Cuál es su trama profunda? ¿Qué quiere un huérfano en el fondo de su corazón? ¿Una familia? Seguramente, una feliz vida familiar. Volver a sentirse amado. Sin embargo, irónicamente, su oscura vida de superhéroe es exactamente lo opuesto a una vida familiar. En otras palabras, su deseo consistente y su deseo inconsciente se encuentran en directa contradicción. He ahí la complejidad del atormentado personaje. Supongamos que el amigo Bruno decide darse un paseo por la psicoterapia. Lo que necesitas es una novia, Bruno. Pero Bruno Díaz seguramente consideraría dicha solución una completa tontería. En su lugar, prefiere vestirse de murciélago y ser el Caballero Oscuro de Ciudad Gótica. ¿Por qué? Por la historia que se cuenta a sí mismo. La vieja herida del pasado que nunca lo abunda. Su escudo protector. Es su interpretación de lo que pasó con sus padres lo que lo sentencia. Seguramente, piensa que algún criminal terminará matando a su novia. Tal vez cree que la felicidad siempre acaba en calamidad. O que un mundo sin crimen es un mundo feliz. Ahora está en sus manos remediarlo. No sé. Pero su prisión es definitivamente su mente. La verdad es que no es un superhéroe por nobleza o deber. Es superhéroe por conveniencia. Así la vida es mucho más simple. La franquicia de Batman nunca termina precisamente porque el personaje nunca evoluciona. Nunca supera ese círculo vicioso. Le gana al villano. Pero no hay cambio interno. Es el mismo del comienzo. Jamás logra reescribir la historia. Para evolucionar , debemos reescribir nuestra historia. Sanar la herida. Sí, somos suficientes. Sí, merecemos ser amados. Sí, somos valiosos y capaces. Lo que pasó es pasado. Pero no puede convertirse en un freno permanente. Podemos ser grandes. Lo demás es excusa. Todos llevamos un deseo por la vida. Con frecuencia, sin embargo, ese primer deseo no es nuestro. Normalmente es algo impuesto por la sociedad, la familia o alguien más. Por eso, no satisface. Pensamos que es nuestro por sugestión. Los trofeos de la sociedad no siempre son los más importantes. Los aplausos no valen de mucho, si nos sentimos vacíos por dentro. Seamos francos. No hay mayor grandeza que sentirnos orgullosos de nosotros mismos. Ser el héroe de nuestra propia historia. Luchamos. Tratamos. Lo dimos todo. Vivir. Sentir que somos grandes. Mi deseo es ese. Mi deseo es merecer mi callada admiración. Gustavo Godoy

viernes, 11 de junio de 2021

Carácter

 


La sociedad siempre se equivoca con nosotros. Es ciega. No percibe lo que somos. No sabe lo que somos. Los demás ven de nosotros tan solo una fachada. Pero se les escapa nuestra esencia. Reconocen un perfil de atributos observables. Sin embargo, lo invisible. Lo realmente importante. Normalmente queda en las sombras. La edad, el género, la profesión, la educación, la riqueza, el físico, la apariencia, la nacionalidad, el vehículo que manejamos, y la casa que habitamos revelan únicamente una caricatura de nosotros sin mostrar los aspectos más vitales de nuestro ser. ¿Qué tan generosos somos? ¿Qué tan valiente somos? ¿Qué tan paciente somos? ¿Qué tan humanos somos? ¿Quiénes somos? Eso no sale en un perfil. Sin embargo, somos juzgados por nuestro perfil.
Este sistema impersonal de caracterización y catalogación es usado por necesidad. Se agrupa y se etiqueta. Pero se olvida de la particularidad del ser. En otras palabras, es el reinado de la superficialidad. Sabemos perfectamente que la edad de un individuo no determina su grado de madurez, el físico no siempre revela nuestra salud, el nivel de la formación no es señal de inteligencia y los símbolos de estatus no siempre denotan capacidad económica. En el papel, todo puede parecer ideal. Pero todos conocemos esa historia. Las cosas no suelen ser lo que aparentan ser. Las formas engañan. Nada es lo que parece.
La chica que evade las relaciones románticas, pero en su corazón lo que más desea es vivir un gran amor. El personaje tímido e insignificante que se convierte en un héroe en la adversidad. El hombre de éxito en busca de calor humano. La celebridad que desea tener una vida normal. El genio incomprendido desperdiciando sus talentos en un ambiente hostil. La mujer hermosa superando sus inseguridades. En fin. La lista se puede expandir indefinidamente. Todos desafiamos las etiquetas que nos impone la sociedad. Obviamente, sentimos que estas etiquetas no nos representan. Sin embargo, las usamos para juzgar a los demás. ¡Tremenda ironía!
El individuo es excepcional. No habita en cajas. Es especialmente complejo y contradictorio. La sociedad normalmente suma todos los datos de un perfil y le asigna un lugar a la persona en la escala social. Al parecer, los de más arriba valen más que los de más abajo. El que conduce un Mercedes vale más que el que va en bicicleta. El que viste Prada valen más que el que viste Gap. Pero dichas conclusiones son absurdas. ¿Qué nos dicen esos rasgos de la persona en sí? ¿Es la persona bondadosa? ¿Es leal? ¿Es solidaria? ¿Es paciente? ¿Es perseverante? ¿Hace lo correcto bajo presión? Lo que realmente define a la persona es su carácter. Lo que la persona elige ser en la cuerda floja, eso es. Mayor el peligro, mayor la revelación.
El carácter de una persona yace en su manera de enfrentarse a un destino. El camino que escoge. Los riesgos que asume. Sus respuestas personales a los dilemas que le representa la vida. ¿Escoge la solución fácil? ¿O escoge la vía de los valientes? ¿El dinero o la amistad? ¿La carrera o el amor? ¿El placer o el deber? ¿La mentira o la verdad? ¿El valor o el miedo? ¿La conveniencia o la nobleza? ¿La bondad o la soberbia? ¿La humildad o el orgullo? ¿La pastilla azul o la pastilla roja? ¿Quién es? Lo que elige ser. Lo que está dispuesto a sacrificar por el bien mayor.
El carácter es el fondo. La apariencia es la forma. Las personas más interesantes suelen tener perfiles que contradicen su carácter. Son las distintas capas de la persona. Sus dimensiones. Mayor la distancia entre la forma y el fondo, mayor la complejidad del individuo en cuestión. Es decir, estamos ante un personaje más rico. Ahora bien, si escogemos juzgar a la persona que tenemos a un lado por las caracterizaciones habituales en su perfil social, le estamos negando la posibilidad de mostrar su humanidad. Y nos estamos privando (trágicamente) el gran placer que puede llegar a ser conocerlo a profundidad. Desafortunadamente, con demasiada frecuencia, escogemos el espejismo. Y nos cerramos a la sustancia.
“Conócete a ti mismo”, nos dijeron los griegos. Evidentemente, no se referían a las etiquetas de una sociedad decadente. Trágico sería, si llegamos a creer en las farsas sociales. No somos lo que nos dicen que somos. Estamos hechos de materia invisible. Somos una sorpresa que rompe las convenciones. Somos algo nuevo. Somos un proceso. Somos lo que elegimos ser. El prejuicio ajeno no nos define. Nuestro carácter es nuestra esencia. No somos Clark Kent. Somos Superman.
Gustavo Godoy

sábado, 5 de junio de 2021

El mundo imaginario de un hombre solitario




Cuando no hay nadie más, queda la mente. La imaginación es el verdadero compañero de un ser solitario. En soledad, nadie te contradice, nadie se te impone, nadie te dicta. Es la tranquila existencia de un mundo construido sobre opiniones personales. Los narcisistas, en particular, se adaptan muy bien a los mundos sin compañía. Se requiere de cierta “esquizofrenia” para poder vivir satisfactoriamente entre cosas invisibles. En la ausencia de los demás, el ego es lo que sustituye el vacío. 


La sociedad navega en un mar de convenciones. El animal social ama las normas. La soledad, sin embargo, se nutre de caprichos. El solitario adora sus gustos personales. Lo que convierte a la soledad en un retorno al ser. La soledad es un dominio. Yo diría que el principal requisito para disfrutar una existencia solitaria es la terquedad. ¿Qué hacemos? ¿Cómo vivimos? ¿Cuándo lo hacemos? ¿Y cómo lo hacemos? Bueno, de la manera que nos dé la regalada gana. 


No es lo mucho que perdemos viviendo al margen de la sociedad. Es lo mucho que ganamos en nuestro cuarto vacío. Se sobrevive encontrando gozo en nuestra libertad personal. Existe algo sumamente liberador en poder crear nuestro propio mundo. Sin burocracia. Nuestra pequeña utopía no es una democracia. Es la tiranía del individuo. 


Se podría pensar que la soledad es el castigo para los fracasados en lo social. En muchos casos, esto es cierto. Pero no en todos. Muchos de nosotros nacemos salvajes. Lo que nos hace, por temperamento, renuentes al proceso de domesticación. Palabras más, palabras menos, los solitarios somos una minoría incomprendida en un mundo propenso al gregarismo. La verdad es que los demás no siempre son una compañía grata. De hecho, en muchos casos, son un problema. No todos contamos con la paciencia suficiente para soportar la estupidez ajena. Lo que convierte a la soledad es un oasis de tranquilidad. 


No es necesariamente el resentimiento o la frustración lo único que impulsa al alma solitaria hacia tierras desiertas. En muchos particulares es un cóctel de diversos elementos: Impaciencia, desobediencia, soberbia, megalomanía. Pero también es el deseo de libertad. Yo diría que la posibilidad de crear una realidad alterna. Exactamente. La autorrealización del ser. Y me temo que la única manera de lograr dicho cometido es cultivando lo interno. En sutiles palabras, la soledad puede ser un paraíso para los ricos en imaginación. 


Al eliminar a la gente de la ecuación, de pronto, ganamos el tiempo libre para cultivar otros intereses. La filosofía, el arte, la literatura, el cine, el deporte, la naturaleza, el trabajo, el ocio, la religión, la caridad o el placer. No sé. Me refiero a que, sin las cargas habituales del individuo social, es perfectamente posible disponer toda nuestra energía a nuestras pasiones más personales. Lo más sensato sería encontrar nuestro propósito ahí. En otras palabras, una vida solitaria no es, por defecto, estéril. El amor a una causa puede llegar a ser tan intensa y gratificante como una vida en sociedad. Los ermitaños también pueden tener ilusiones. La vida en singular no es insignificante, si el gran compañero es una vocación. Es un error confundir la soledad física como la soledad moral. 


La soledad física suele darnos varios regalos. En primer lugar, nos permite pensar sin distracciones. Lo que nos abre la puerta hacia la originalidad. Por otro lado, la autonomía empodera al individuo. La falta de compañía nos obliga a la autosuficiencia. Lo que, a su vez, alienta el desarrollo de capacidades. Tarde o temprano, la persona comienza a confiar en sus poderes. Bien puede empezar a creer en sí mismo. Es más, podría llegar a sentir una profunda admiración por su persona. Después de todo, es el capitán de nuestro barco. Sus errores son suyos. Sus triunfos son suyos. Sabe por experiencia que puede vivir sin los demás. Nada lo ata. He ahí la fuente de su gran poder. 


Ahora bien, la experiencia solitaria necesita puntos de apoyo. Si bien es cierto que las relaciones interpersonales suelen ser los validadores para los más sociables, los solitarios deben autovalidarse. Es en el pensamiento donde se encuentra el sentido de pertenencia. Esto normalmente toma muchas formas. Orgullo por nuestras maneras. Orgullo por nuestro trabajo. Orgullo por nuestro talento. Aceptación total del yo. Me refiero al yo y al mundo que ha construido. Eso obviamente incluye rutinas, manías, arbitrariedades, narrativas, pertenencias, conocimientos, hazañas logradas, libros leídos, películas vistas, comidas disfrutadas y viajes realizados. Nuestra existencia íntima y singular es un castillo invisible en el tope de una montaña infinita. El hombre solitario es el héroe de su propia aventura. El rico propietario de un mundo imaginario. El rey de un universo sin fin. 


La sociabilidad extrema destruye al individuo. La soledad extrema nos separa del mundo exterior. Dos fuerzas opuestas dominan nuestra vida: La búsqueda del calor humano y el deseo de independencia. La vida es elección. Escogimos entre el rojo, el azul o sus distintos matices intermedios. Sin embargo, he descubierto con los años que también es posible ser feliz en soledad. Nace algo muy sereno en la amistad con uno mismo. 


Gustavo Godoy