sábado, 20 de noviembre de 2021

Reflexiones de un niño grande


 


Pasan los años y la adolescencia no acaba. Sí, me estoy volviendo viejo. Por fuera. Pero, por dentro, me siento chico. A pesar de los años, mi alma siempre tiene la misma edad. Soy un chico grande viviendo en un bucle eterno de juventud perpetua. Sueño con una vida adulta. Pero, para bien o para mal, no logro superar mi inmadurez. No me quiero casar. No quiero tener hijos. No quiero trabajar. Bueno, sí me gusta trabajar. Lo que ocurre es que disfruto mi trabajo. De lo contrario, tampoco habría querido trabajar. En una oportunidad, se me ocurrió adoptar una planta. Una bromelia con una flor rosa. Pese a un breve periodo de intensa dedicación, la bromelia murió de olvido. Correcto. Sufro de narcisismo. Al parecer, todo existe para darme placer. ¿Puede semejante ser tener una vida normal y civilizada? ¿Puede un ser tan primitivo e infantiloide criar otro ser humano con cierto nivel de decencia? No, no lo creo. 


Me temo que soy una de esas personas que aún sueña con ser astronauta. Por alguna extraña razón, cambiar pañales a las tres de la mañana no es mi idea de la felicidad. Si algo complica mi vida, lo elimino. “Un hombre que me represente”. “Guapo”. “Financieramente estable”. “Educado”. “Caballero”. “Con aspiraciones”. “Trabajador”. “De buena familia”. “Alguien que me valore”. “Esta urbanización tiene un lindo parque para los niños”. “Me encanta Miami en Navidad”.  Por supuesto. Me refiero a la lista. Una lista que convierte  una salida del viernes por la noche en una entrevista de trabajo. La gran pregunta: ¿Me interesa el trabajo? Debo reconocer que, por mucho que hago cálculos, los números simplemente no me cuadran. Se trata de un puesto repleto de responsabilidades y obligaciones. Y, francamente, no sé si los beneficios compensan la carga. En otras palabras, la vida familiar es terriblemente costosa (dinero, tiempo, energía). ¿Me conviene el negocio? Todavía lo estoy pensando. 


¿Cómo se llama mi enfermedad? Miedo al compromiso. Fracaso sentimental. Irresponsabilidad crónica. Invisibilidad para las féminas. Incapacidad de quemar etapas. Superarla, por favor. Evasión del curso natural de las cosas. Síndrome de Peter Pan. No lo sé. Seguramente, todo lo anterior, en una combinación bastante peculiar. Piénsalo y, seguro, lo tengo. Lo que tenemos en nuestras manos es ciertamente una situación bastante atípica: El niño grande que se rehúsa a crecer. No sé la ética, la sensatez o biología del asunto. Pero, sin lugar a dudas, estamos hablando de una verdadera experiencia humana. Soy un adicto a mi vida. 


El problema es que la adultez es una excelente época para tener una infancia. El niño no es independiente. Todo es prohibición y limitación. Tenemos tutores en todo momento. De hecho, la infancia no es tan ideal como pensamos. Los niños saben esto. ¿Cuál es el deseo de un niño? Crecer. No es secreto. El deseo de un niño es ser un adulto. ¿Por qué? Por la libertad. Los adultos pueden hacer y deshacer a placer. 


Se supone que todos debemos cumplir con un libreto. Muchos son brillantes con el papel. Mis respetos y mi admiración para estas excepcionales personas. Otros, sin embargo, somos un auténtico desastre en eso de la normalidad. Somos de lo peor con lo convencional. No hay nada heroico o particularmente noble con nuestra incapacidad de adaptación. Es, simplemente, eso: Incapacidad de adaptación. El mundo y sus maneras. No es nada fácil la vida social. Siento que la única solución feliz en este meollo es la aceptación total de nuestra condición singular. 


Vivir la vida con los ojos de un niño. ¿Qué significa? El disfrute de las cosas simples. Una búsqueda constante por la gran experiencia. La tranquila sencillez de una vida sin ataduras. No es una vida para todos, pero es la vida de algunos. No es una vida perfecta. Pero es una vida. No siempre es cálida. Y, a veces, la soledad es demasiada. Pero debo confesar que sí tiene su encanto eso de ser un arrogante niño grande. El adolescente carece de muchas cosas. No obstante, es rico en sueños y esperanzas. 



Gustavo Godoy





martes, 9 de noviembre de 2021

El amor propio



La diferencia entre el “amor propio” y el narcisismo es ciertamente bastante sutil. Las personas más egoístas del mundo usan con frecuencia la carta del “amor propio” para salirse con la suya. “Yo soy así”. “No me siento feliz”. “Necesito mi espacio”. “Merezco más”. Todo suena muy noble y poético. Pero, en muchos casos, se trata de un narcisista más que no soporta dejar de ser el centro del universo. Amor propio mis cojones. 


“Amor propio” ¿De dónde viene esa frase? Entre las religiones tradicionales, el amor a Dios ocupa un rol mucho más preponderante. Obvio. O sea, el amor propio no es muy bíblico que digamos ¿Qué tal los filósofos? En Grecia y Roma, las opiniones son mixtas. Pero se podría decir que el amor a la ciudad (Grecia) y el amor a la patria (Roma) se llevan el premio. Curiosamente, el fenómeno del amor propio es algo relativamente nuevo. Ha prosperado particularmente en culturas individualistas. Los libros de autoayuda, los hippies, el feminismo, las marchas del orgullo y el movimiento Nueva Era, sin lugar a dudas, han contribuido bastante en la promoción de esta moda. ¡Amate! O sea, manda a los demás al carajo. Lo que no es necesariamente malo. Porque ciertamente nuestra vida está plagada de idiotas. 


El “amor propio” es un tema recurrente en las historias de amor. Especialmente, en las comedias románticas (cine y televisión), el asunto se aborda constantemente. Hablemos de Hollywood. Todo empieza con un enredo y un malentendido. Las cosas se complican, pero, con el tiempo, los protagonistas comprenden que están hechos el uno para el otro. El amor es paciencia y comprensión nace de las novelas de Jane Austen. De Orgullo y Prejuicio en especial. Dentro de las comedias de este estilo, tenemos casi todas las películas de Meg Ryan, El diario de Bridget Jones,y Mujer Bonita. Ejemplos. 


Ahora bien, dentro de este mismo género también existe otra temática fundamental:” Para encontrar el amor verdadero, primero hay que tener amor propio”. Estas historias normalmente comienzan con una devastadora ruptura. La meta, en un principio, es reconquistar el amor perdido de la expareja ingrata. Finalmente, el protagonista se da cuenta que su ex nunca lo valoró y lo desecha. Su autoestima elevada le da el valor necesario para vencer los patrones tóxicos de su vieja vida. Esta realización le permite comenzar una nueva historia de amor. Esta vez, con su “amigo”, que sí la valora, pero ella no se daba cuenta debido a su pasada ceguera. De esta familia, tenemos al Diablo se viste de Prada, Comer, Rezar, Amar, y ¿Cómo sobrevivir a mi ex? (Forgetting Sarah Marshall). Estas comedias se mueven, más o menos, en este sentido. 


“Mejor solo que mal acompañado”. Algo así va todo esto del amor propio. La persona empoderada, rica en amor propio, busca pareja del mismo modo que hace sus compras en el supermercado. O sea, con una lista. Lo que busca es el mejor partido posible. Esto, por lo general, significa una serie de atributos físicos y sociales determinados. Alguien “especial”. En otras palabras, “estatus”. Normalmente, no es un compañero lo que se busca. En muchos casos, es un trofeo, un cajero automático, y un juguete sexual. 


Mucho ruido. Pocas nueces. Hagamos un resumen. ¿Qué es el amor propio? No es estar solo. No es enviar a todos al carajo. No es ser egoísta. No es hacer lo que nos da la gana. Bueno, no necesariamente. Yo diría que el “amor propio” es sentir que somos valiosos. Muy abstracto. “Amor propio” en el contexto de las relaciones humanas (románticas o no) se podría reducir a lo siguiente: Somos una excelente compañía. Exactamente. Mejor dicho, nuestra compañía enriquece la vida de las personas. Así de sencillo. 


No somos Brad Pitt o el príncipe Guillermo de Cambridge. Pero somos la mejor persona que conocemos. Nuestra compañía no es solo grata. Nuestra compañía es un privilegio. Sencillo. Estar con nosotros es fantástico. ¿Por qué? La calidad humana de nuestro ser. El amor propio no es una frase de moda. No es ser un patán. Es un proyecto de vida.


Gustavo Godoy

lunes, 8 de noviembre de 2021

Mi disposición natural a la pereza




Es probable que mi pereza provenga de mi pesimismo. Después de todo, la pereza es una forma de desesperanza. Exactamente. Me refiero al fatalismo. El fatalismo es la idea de que el destino es inevitable. Las acciones no cambian las cosas. Todo da igual. Lo que significa naturalmente que, en la mente del perezoso, el reposo es la opción más inteligente. Si el esfuerzo no conlleva a un beneficio, lo mejor es conservar la energía. Acción sin ganancia es una verdadera pérdida de tiempo. El desinterés es el alimento del perezoso. Sacrificarse por nada simplemente no vale la pena. 


La “hibernación”, ciertamente, es un estado de reposo prolongado utilizado por algunos animales durante meses de escasez extrema. Esto normalmente ocurre en invierno. La actividad metabólica decrece significativamente para economizar energía. ¿Por qué tanta pereza? En medio de un entorno hostil, a diferencia del perezoso, el diligente intensifica su labor. El problema es que las condiciones no están dadas. De hecho, tanta energía malgastada es un riesgo de muerte. Se podría decir que una acción de este tipo no es diligencia o industria. Es locura. 


Todo ser humano es un comerciante nato. Es una máquina que calcula. ¿Qué calcula? Bueno, el costo y el beneficio de cada esfuerzo. Es decir, entiende perfectamente que su atención es lo más valioso que tiene y no la puede desperdiciar en tonterías. Desde muy tierna edad, debe administrar sabiamente sus recursos. Entonces, le aplica energía a lo que implica una mejoría. Le niega energía a lo que implica un desgaste. 


Hay pereza por incapacidad. Y hay pereza por falta de motivación. En la práctica, sin embargo, todo se entrelaza y se diluye en un mismo mazacote. Palabras más, palabras menos, lo que tenemos es una relación individuo-contexto de poca productividad. O sea, no se le ve el queso a la tostada. Una actividad se evita cuando… Uno. La actividad es muy aburrida y el premio no es lo suficientemente atractivo como para que valga el esfuerzo. Dos. Tenemos mejores opciones  a nuestra disposición. 


Ahora bien, el capricho ajeno es el principal promotor de la pereza en todo el mundo. Es decir, la imposición del otro. Estamos hablando de la persona, norma, idea o ente que nos dicta una conducta en contra de nuestra voluntad. La obediencia que beneficia al otro y nos consume a nosotros. En este caso, la pereza es un acto de desobediencia civil. Los padres, los empleadores, y las burocracias en general siempre se quejan de la pereza en los demás. Pero, ¿qué tan insensato es preferir pasar tiempo con la novia a limpiar el cuarto y hacer la tarea? ¿Qué experiencia te dará más satisfacción? 


Un niño puede aprender más del juego y del ocio que de la arbitrariedad escolar o doméstica. El niño, por haber nacido todo un calculador de intereses, intuye esto de manera instintiva. Por ende, su disposición a la pereza es simplemente una aspiración de libertad. La terquedad de los demás da pereza y desconfianza. La promesa es un cebo muy utilizado por los que exigen obediencia. Con demasiada frecuencia, se trata, por supuesto, de falsas promesas. En otras palabras, en el gran ajedrez del poder, el engaño suele ser el arma más usada. Entonces, detrás de todo perezoso yace un escéptico desconfiado con ideas bastante fatalistas sobre la realidad social. 


Claro que “perezoso” es una etiqueta utilizada normalmente para describir al otro. De hecho, pocos son los que se autodenominan como “perezosos” en lo personal. ¿Por qué? Bueno, porque la inactividad total es imposible. Sencillo. La gente siempre está haciendo algo. Lo que ocurre es que el común de las personas busca hacer las cosas que disfruta y evita las cosas que le generan tedio. Más allá de eso, todos estamos dispuestos a sacrificarnos por un bien mayor. Nadie es perezoso con sus pasiones. Mejor dicho, la ilusión es el remedio de la pereza. 


La oportunidad es el impulso que nos mueve de nuestro asiento. La posibilidad de ser más. La visión de una mejor vida. La alegría de la plenitud. La libertad de poder. Y el amor por lo que se hace. El destino no tiene que ser fatal. No existe el futuro final. Sí se puede. El detalle es que el perezoso sufre de indiferencia hacia determinados objetivos. Pero nunca es indiferente del todo. Mi disposición natural a la pereza es una consecuencia de mi amor por mis aficiones. Padezco de obsesiones. Lo que me hace descuidar otras ocupaciones. 


Gustavo Godoy